Donald Trump ha desatado una tormenta internacional. Al autorizar a la CIA a ejecutar operaciones secretas en Venezuela, está violando la soberanía de una nación libre y reeditando los métodos más sucios de la historia imperial. Con esa orden criminal, la Casa Blanca manda espías, saboteadores y sicarios disfrazados de “agentes”. Lo llaman inteligencia, pero es invasión. Venezuela lo denunció con razón: se trata de una agresión militar bajo otro nombre.

Hasta cuando entenderemos que la CIA no es una agencia de información; sino una estructura del crimen organizado al servicio del poder estadounidense. Nació entre las ruinas de la Segunda Guerra Mundial y desde entonces opera como un ejército invisible. Detrás de su fachada de seguridad nacional se esconden crímenes, secuestros, torturas, operativos, golpes de Estado, sabotajes, intervenciones e injerencias. Su currículum es necrótico, una colección de cadáveres y mentiras que revela su verdadera esencia.

En 1954 derrocó al presidente Jacobo Árbenz en Guatemala. En 1961 organizó la invasión a Cuba. En 1973 financió el golpe contra Salvador Allende. En los ochenta sembró minas en Nicaragua, entrenó escuadrones de la muerte en Centroamérica y llevó cocaína a Los Ángeles para financiar guerras sucias. Más tarde, apareció implicada en la captura y ejecución del Che Guevara, con agentes como Félix Rodríguez operando en Bolivia bajo coordinación estadounidense. También estuvo vinculada al asesinato del presidente John F. Kennedy, un crimen envuelto en secretos que apuntan a los pasillos de la propia agencia. Esa es la verdadera historia de la “defensora de la democracia”.

La CIA chorrea sangre desde hace décadas y cada país donde ha actuado puede mostrar las cicatrices. Sus operaciones secretas han dejado pueblos arrasados, gobiernos derrocados y líderes asesinados en nombre de una supuesta libertad que nunca existió. 

No busca proteger a nadie; busca imponer el miedo y el control. En su historia se cuentan dictaduras financiadas, guerras inventadas y movimientos populares aplastados desde Asia, Africa hasta América Latina. Es una red criminal acostumbrada a mentir, manipular y encubrir sus crímenes bajo el discurso de la democracia.

Los propios documentos desclasificados por Washington confirman sus atrocidades. Torturas, experimentos humanos, programas de control mental como MK-Ultra, asesinatos selectivos y espionaje masivo contra ciudadanos de todo el planeta. La agencia fue creada para vigilar, pero terminó devorando la ética, la ley y la verdad.

Su doctrina es simple: fabricar enemigos para justificar su existencia. La CIA necesita el caos. Alimenta conflictos, arma conspiraciones, infiltra gobiernos y luego ofrece “soluciones” que solo consolidan el dominio estadounidense. Cada vez que un país latinoamericano intenta ser libre, aparece su sombra: dinero, sabotaje, desinformación, sangre.

En Venezuela se repite el libreto. Bajo el pretexto de combatir el narcotráfico y la migración, Trump autorizó acciones letales. 

En realidad, prepara el terreno para un cambio de gobierno. Es el mismo método usado en Irak, Libia y Siria: satanizar, intervenir, destruir y después lucrar con la reconstrucción, además de haberse robado el petróleo, el oro, los cimientos y los recursos naturales. Es una invasión declarada, abiertamente.

La CIA no es infalible, pero es persistente, y su derrota en Playa Girón no la frenó sino que la transformó en un aparato más sigiloso que actúa ahora en redes digitales, manipula medios, corrompe dirigentes, infiltra ejércitos y compra conciencias. Ya no necesita tanques porque dispone de tecnología, satelites, dinero e intimidación, la versión moderna de un viejo monstruo que nunca dejó de espiar y destruir.

Lo más grave es la normalización de su crimen. Presidentes estadounidenses cambian, pero la maquinaria permanece. La llaman “comunidad de inteligencia”, pero en realidad es un Estado paralelo, sin control judicial ni moral. Un poder que decide quién vive, quién muere y quién gobierna. Nadie la elige, nadie la regula, nadie la juzga.

“Ciertamente estamos pensando ahora en la tierra, porque ya tenemos bajo control el mar”, declaró Donald Trump al confirmar que autorizó a la CIA a ejecutar operaciones en Venezuela. Esa declaración resume su política de agresión abierta: un Presidente que presume de dominar mares y ahora pretende dominar pueblos. El Gobierno venezolano calificó la decisión como “belicista, extravagante y violatoria del Derecho Internacional”, y advirtió que se trata de una “gravísima agresión contra la soberanía y la paz de América Latina”. Caracas elevó el caso ante la ONU y la CELAC, pidiendo una reacción inmediata de los países de la región. Pero la gran pregunta es si el mundo seguirá mirando hacia otro lado, como lo hizo ante la impunidad del genocida Netanyahu, que masacró al pueblo palestino ante los ojos indiferentes de la comunidad internacional.

Nicaragua, Venezuela y Cuba han dicho basta. Los pueblos libres de América Latina conocen demasiado bien los métodos de la CIA y no se someterán jamás. Trump podrá firmar órdenes, pero no puede borrar de la mente de los pueblos las huellas de los golpes que resistieron y vencieron. La CIA es la cara oculta del imperio, y su legado no es seguridad: es sangre.

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