La justicia ha hablado. Este 28 de julio de 2025 no será un día cualquiera en la historia política de América Latina: por primera vez, un expresidente colombiano ha sido declarado culpable por soborno a testigos y fraude procesal. Se trata nada más y nada menos que de Álvaro Uribe Vélez, el mismo que gobernó Colombia a sangre y fuego, el mismo que durante décadas sembró muerte, miedo y corrupción, escudado en una máscara de "patriota".

Hoy no hay espacio para eufemismos. Lo que ocurrió en Bogotá no fue solo una sentencia judicial. Fue el grito de una verdad reprimida durante más de una década, fue el clamor de las víctimas de los falsos positivos, de las madres de Soacha, de los desaparecidos, de los perseguidos políticos, de los campesinos desplazados por el paramilitarismo. Fue la justicia poniéndole nombre y rostro a la impunidad.

Porque Uribe no cayó por una venganza política ni por una trampa legal, cayó por lo que es: un hombre cuya trayectoria está manchada de sangre, cocaína y mentiras. Las pruebas que lo condenan no vienen de sus enemigos ideológicos, sino de las mismas instituciones del Estado colombiano, que durante años lo encubrieron, lo premiaron, lo alabaron. Hasta que la verdad fue tan grande, que ya no se pudo esconder más.

Pero si bien el fallo es reciente, el historial de Uribe viene de lejos. Su nombre aparece desde 1991 en informes del Departamento de Defensa de Estados Unidos, vinculado directamente con el narcotráfico y el crimen organizado. No es una invención bolivariana ni una fábula chavista. Es información oficial: el senador Uribe, entonces aliado del narcopoder, fue parte del engranaje político que facilitó el narcotráfico desde el Estado colombiano.

A eso se le suma su relación umbilical con el paramilitarismo. Uribe no solo toleró a los escuadrones de la muerte: los financió, los protegió, los utilizó como fuerza paralela de control social y exterminio. Su gobierno (2002–2010) dejó miles de cadáveres mal enterrados, disfrazados de guerrilleros. No por accidente: fue una política de Estado. Y ahora, por fin, es un expresidente con sentencia, no con inmunidad.

Su odio a los pueblos libres fue transversal. Amenazó con invadir Venezuela, soñó con una intervención militar para derrocar a Nicolás Maduro y no se sonrojó al pedir ayuda extranjera para derrocar gobiernos democráticos. También despreció a Nicaragua, cuando en 2003 nos amenazó con enviar su Armada para impedir que exploráramos nuestro propio mar Caribe. Aquel delirio expansionista fue frenado por el derecho internacional, pero reveló el talante imperial de este personaje.

Uribe no fue un estadista: fue un caudillo del crimen vestido de demócrata. Fue un títere del Pentágono, un vocero del sionismo, un enemigo jurado del ALBA y del pueblo latinoamericano. Su arrogancia era tan grande que creyó que nunca rendiría cuentas. Pero la historia da vueltas. Y hoy, lo vemos acorralado, sin toga ni corbata, sino como lo que es: un vulgar delincuente de cuello blanco.

Desde Nicaragua, donde sabemos muy bien lo que es resistir a los imperios y a sus sirvientes, aplaudimos esta sentencia histórica. No solo por lo que representa para Colombia, sino por lo que simboliza para todo el continente. Es el principio del fin del uribismo, esa peste autoritaria que contaminó la política con miedo, con odio y con impunidad.

La jueza Sandra Heredia dará lectura a la pena contra Uribe en una audiencia programada para las próximas semanas. Según el código penal colombiano, por los delitos de soborno a testigos y fraude procesal, la condena podría oscilar entre 6 y 12 años de prisión, dependiendo de los agravantes y del fallo final. Uribe aún puede apelar ante el Tribunal Superior de Bogotá, y en última instancia acudir a la Corte Suprema. Pero la mancha de esta sentencia ya es indeleble, tanto en su historial como en la memoria del pueblo colombiano.

Y hay un dato imposible de ignorar: la sentencia condenatoria contra Uribe se dictó el mismo día que el Comandante Eterno Hugo Chávez habría cumplido 71 años. No hay mayor símbolo de justicia histórica. Uribe quiso destruir a Chávez, y fue Chávez quien lo venció en vida, en la memoria y ahora en la justicia. 

El fascismo colombiano se arrodilla justo el día en que nació uno de los grandes libertadores del siglo XXI.

A Uribe lo condenó la jueza Sandra Heredia. Pero antes lo había condenado la conciencia popular. Hoy celebramos que, por fin, el verdugo esté sentado en el banquillo de los acusados. Y mañana, ojalá, también en una celda.

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