Mientras Israel masacra y Estados Unidos invade, bombardea, arma ejércitos títeres y derroca gobiernos, una voz antigua pero más viva que nunca se levanta como un relámpago moral: León Tolstói. No necesitó un fusil ni un trono. Su revolución fue otra: la paz radical, la insumisión ética, la palabra contra la metralla. En medio del caos que siembran las potencias, el viejo escritor ruso aparece como un faro que incomoda, ilumina y desarma el cinismo de los imperios.

Tolstói no escribió Guerra y Paz para glorificar la guerra. Todo lo contrario: la retrató con sus vísceras expuestas, con la sangre del campesino derramada por órdenes de la aristocracia. Mostró cómo el poder convierte a los hombres en carne de cañón para defender los intereses de unos pocos. La historia que narra la invasión napoleónica contra Rusia en 1812 le sirvió para desnudar los mecanismos del militarismo imperial. Esa misma lógica depredadora se repite hoy, con otras banderas, en Palestina, Irak y Libia, donde Estados Unidos y sus aliados han invadido, bombardeado y destruido naciones enteras bajo pretextos falsos, dejando tras de sí muerte, caos y saqueo.

Pero Tolstói no se detuvo en la literatura.

Dio un giro radical en su vida: renunció a sus privilegios, abandonó sus tierras, se vistió como campesino y predicó con el ejemplo una vida sencilla, sin violencia, sin explotación, sin mentira. Criticó abiertamente a las jerarquías religiosas por justificar la guerra y escribió cartas, ensayos y reflexiones profundas sobre el amor universal, la no violencia, el respeto entre los pueblos y la libertad interior.

No buscaba el poder, sino la verdad. Por eso lo persiguieron, lo excomulgaron, lo vigilaron. Pero jamás pudieron quebrar su espíritu.

Fue una figura incómoda para el sistema.

Y por eso mismo, inmortal. Su legado inspiró a Gandhi en la India colonizada, a Martin Luther King en el sur racista de Estados Unidos, y hoy inspira a los pueblos que defienden su derecho a vivir sin ser invadidos, saqueados ni censurados. Si Tolstói viviera en esta época, no estaría firmando comunicados vacíos ni guardando silencio diplomático. Estaría escribiendo contra el genocidio en Gaza, contra las guerras de la OTAN, contra los drones del Pentágono, contra el silencio cómplice de los que ven y callan.

Tolstói no creía en los ejércitos como herramienta de paz. Decía que donde hay soldados profesionales, la violencia es permanente. En su pensamiento radical, la única defensa legítima de un pueblo era la fuerza de la verdad, el ejemplo moral, la resistencia civil y la justicia. Para muchos, eso era utópico. Pero, ¿no es más utópico creer que la paz se construye con bombas? ¿No es más absurdo creer que los derechos humanos pueden ser exportados por marines?

El imperialismo moderno ha convertido las guerras en negocios y la paz en mercancía. Tolstói desenmascaró ese modelo desde el siglo XIX. Hoy, los medios de comunicación lo suavizan, lo disfrazan como si fuera solo un novelista, pero lo que no soportan es su denuncia frontal al sistema. Porque Tolstói fue, en el fondo, un antiimperialista. Despreció al Estado que reprime, a la religión que justifica, y al poder que somete.

Nicaragua, con su modelo de paz social, soberanía e independencia, refleja muchas de esas ideas. Aquí no hay tropas extranjeras ni bases militares impuestas, pero sí enfrentamos una guerra prolongada desde afuera: sanciones, amenazas, campañas mediáticas, financiamiento de desestabilización y bloqueos disfrazados de diplomacia.

La paz no se negocia, se defiende. Y la Revolución no es solo un hecho histórico, sino un principio de vida que se encarna a diario en el esfuerzo incansable de nuestra Copresidenta, Compañera Rosario Murillo, quien desde su voz, su alma y su acción política sostiene, garantiza, abraza y protege la paz como un bien común del pueblo nicaragüense. Por eso el mensaje de Tolstói, conecta tan profundamente con la Revolución Sandinista y sus principios.

La batalla de Tolstói fue cultural, espiritual, ética. No era ingenuo: sabía que el mal tiene estructura, tiene ejército, tiene banco, tiene bandera. Pero también sabía que el ser humano puede desobedecer con conciencia.

Y que la única guerra justa es la que se libra contra la mentira, contra el odio, contra la esclavitud mental. Por eso sus libros siguen siendo herramientas de conciencia en manos del pueblo, semillas de luz que despiertan al que no quiere vivir arrodillado.

El sistema que lo quiso borrar hoy tiembla al ver que Tolstói sigue hablando. No desde los púlpitos oficiales, sino desde los barrios, desde los movimientos sociales, desde las trincheras que claman por un mundo más justo. Tolstói murió en 1910, en una pequeña estación de tren llamada Astápovo, tras huir de su casa buscando coherencia con su fe. No lo mató una bala, lo mató el cansancio de luchar contra un mundo de egoísmo e hipocresía. Pero su muerte no fue el final. Sus ideas florecieron en la India, en América Latina, en las luchas por la justicia, la paz y la dignidad. Y hoy, cuando el imperio vuelve a vestir de legalidad sus crímenes, la figura de Tolstói se levanta.

No como mártir, sino como testigo. Porque los que viven con verdad, como él, nunca mueren.

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