En la historia de Venezuela hay nombres que encarnan la dignidad nacional y el desafío tanto al colonialismo, como a los imperios. Uno de ellos es Cipriano Castro, que en 1899 al frente de la Revolución Liberal Restauradora, marchó desde Táchira hasta Caracas para derrocar al gobierno ilegítimo de Ignacio Andrade. Aquel fue el inicio de una década en la que Venezuela dejó de ser terreno complaciente para las potencias y se convirtió en ejemplo de valentía y soberanía en América Latina.
Castro no gobernó para agradar a las élites ni a los embajadores extranjeros. Fue un Presidente con carácter, decidido a que la independencia no quedara como un recuerdo glorioso de Bolívar, sino como una práctica diaria. Cuando en 1902 los barcos de guerra de Alemania, Inglaterra e Italia sitiaron los puertos venezolanos, respondió con firmeza y lanzó la proclama que estremeció al continente:
“¡La planta insolente del extranjero ha profanado el sagrado suelo de la patria!”
Con esas palabras denunció que las potencias habían pisoteado la soberanía venezolana, que su “planta insolente” eran los barcos de guerra y los soldados extranjeros que pretendían humillar a un pueblo libre. Fue un modo de decir que el suelo patrio estaba siendo mancillado por la fuerza, y que ese ultraje no podía tolerarse.
Ese grito fue un desafío abierto a los invasores, un golpe en la mesa que hizo temblar a tres potencias y que convirtió a Venezuela en ejemplo de dignidad para toda América Latina.
Para Washington, Cipriano Castro representaba un problema: no obedecía ni aceptaba tutelas. Su estilo frontal lo convirtió en blanco de campañas de desprestigio que lo tildaban de caprichoso, cuando en realidad lo que les incomodaba era su independencia política.
Castro tenía una idea clara: la patria no se vende. Esa convicción lo enfrentó tanto a enemigos externos como a grupos internos que veían en la entrega de soberanía la vía más cómoda para enriquecerse.
El golpe final contra Castro no vino de los barcos extranjeros, sino de la traición de su propio compadre. En 1908, enfermo y obligado a viajar a Europa para tratarse, dejó la presidencia en manos de Juan Vicente Gómez. Gómez, movido por la ambición y respaldado por quienes nunca aceptaron la rebeldía de Castro, tomó el poder y se quedó con la Presidencia durante casi tres décadas.
Desde entonces, el andino rebelde pasó sus últimos años en el exilio, bajo vigilancia de espías norteamericanos que lo seguían considerando una amenaza.
En medio de las tensiones, Cipriano Castro pronunció otra proclama memorable: aseguró estar dispuesto a retirarse a la vida privada, pero con su espada siempre al servicio de la República. Con esas palabras dejó en claro que para él el poder no valía más que la patria.
Esa voz vuelve a resonar hoy, más de un siglo después, cuando el Presidente Nicolás Maduro recordó esa misma proclama para subrayar la continuidad de una tradición soberana que no se quiebra, a propósito de la amenaza latente de buques norteamericanos en las costas caribeñas, que se han encontrado con un Nicolás Maduro firme, con el corazón de Bolívar, de Chávez y de Cipriano Castro.
Cipriano Castro murió en el exilio en 1924, pero su legado se mantuvo intacto. En 1975, al repatriarse sus restos, Venezuela reconoció al hombre que tuvo el valor de plantarse frente a Europa y Estados Unidos en defensa de la soberanía. Fue el Presidente que dijo lo que muchos callaban, el que enfrentó a las potencias con voz desafiante, el que defendió la Patria por encima de su propio destino.
En la historia grande de América Latina, Cipriano Castro, queda como lo que fue: un patriota inclaudicable, un símbolo de resistencia y un hombre que prefirió perder el poder antes que perder la dignidad de su pueblo.