La historia de Nicaragua tiene en Andrés Castro Estrada a uno de sus símbolos más claros de valentía. Nacido en 1831 en Managua, hijo de Regino Castro y Javiera Estrada, en un hogar campesino, su vida transcurrió entre la sencillez del campo hasta que, a los 23 años, decidió alistarse en la milicia. Esa decisión lo llevaría a encabezar, sin proponérselo, un acto que trascendió generaciones.

Ingresó primero al ejército legitimista bajo el mando de Fruto Chamorro y luego combatió junto al General Tomás Martínez. En octubre de 1855, tras la acción en Tipitapa, fue ascendido al grado de sargento, y más tarde alcanzó el rango de sargento primero. Era un soldado de línea, de los que enfrentaban al enemigo de frente, sin ventajas, aprendiendo en carne propia el valor del coraje.

El destino lo llevó en agosto de 1856 a la Hacienda San Jacinto, cuando el coronel José Dolores Estrada recibió la orden de defender ese punto estratégico con apenas cien hombres. Allí se enfrentaron a las tropas filibusteras de William Walker, que llegaban mejor armadas con rifles de repetición, mientras los nicaragüenses contaban solo con fusiles de chispa, lentos para recargar y de evidente desventaja.

El 14 de septiembre de 1856 estalló la batalla. Entre disparos y trincheras, las municiones comenzaron a agotarse. Fue entonces cuando un filibustero logró saltar la defensa. 

Sin tiempo para recargar su fusil, Andrés Castro tomó una piedra del suelo y la lanzó con fuerza contra el invasor, derribándolo al instante. Ese acto, simple y a la vez inmenso, se convirtió en la imagen más recordada de la defensa nacional.

El propio coronel Estrada Vado, lo dejó escrito: 

“El muy valiente sargento primero Andrés Castro, quien por faltarle fuego a su carabina, botó a pedradas a un americano que de atrevido se saltó la trinchera para recibir su muerte.” En esa frase quedó para la historia la valentía del campesino que, sin más arma que una piedra, levantó la moral de los suyos y frenó el ímpetu de un ejército mejor armado.

La batalla también dejó huellas en su cuerpo. 

Recibió un balazo en la pierna que lo dejó lisiado de por vida, y aun así continuó su vida con entereza. Tres meses después, en diciembre de 1856, contrajo matrimonio con Gertrudis Pérez, con quien tuvo dos hijos. 

Se estableció en una finca al sur de Managua, donde organizó su vida familiar tras los días de combate.

Su muerte llegó en 1876, a los 45 años, en circunstancias violentas: fue atacado por la espalda por un enemigo, cerrando de manera trágica la vida de un hombre que había demostrado un coraje excepcional. 

A pesar de ese final, su figura ya había pasado al ámbito de los símbolos nacionales.

Más de un siglo después, el 27 de octubre de 1982, el Gobierno de Reconstrucción Nacional lo declaró oficialmente Héroe Nacional, mediante el Decreto No. 1123 publicado en La Gaceta. Con ello, se consagró institucionalmente lo que el pueblo ya sabía: que Andrés Castro representaba la valentía y la decisión de Nicaragua frente a la amenaza extranjera.

Hoy, su nombre vive en la Medalla Andrés Castro, en la Escuela Nacional de Sargentos (ENSAC) del Ejército, en los billetes de diez córdobas de la década de 1970 y en la estatua erigida en 1956 por Edith Gron en la entrada de la Hacienda San Jacinto. Pero, más allá de los reconocimientos, la memoria de Andrés Castro se sostiene en la certeza de que una sola piedra, lanzada en defensa de la patria, puede convertirse en emblema eterno de soberanía.

Y porque la historia no se detiene, su ejemplo sigue siendo actual. Han pasado más de ciento sesenta años, pero el enemigo es el mismo. Entonces llegaron con fusiles y cañones; hoy lo hacen con sanciones, intentos de golpes de Estado, campañas de injerencia y amenazas de intervención. Como en San Jacinto, el pueblo nicaragüense responde con firmeza: lanzando de nuevo la piedra en la frente del imperialismo yanqui, derrotando sus agresiones y reafirmando que la Patria se defiende con dignidad, sin arrodillarse jamás.

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