El Presidente Xi Jinping decidió hablar esta semana con un doble registro que, a primera vista, parecen escenas distintas, pero en realidad componen un mismo relato. 

El lunes 1 de septiembre de 2025, en el marco de un foro internacional, lanzó su Iniciativa de Gobernanza Global, un ambicioso proyecto que busca redefinir las reglas del sistema internacional. Ya en la jornada siguiente, este miércoles 3 de septiembre por la mañana, tomó la palabra en la conmemoración del 80 aniversario de la victoria china sobre la invasión japonesa y de la derrota mundial del fascismo. 

Lo que parecía un cambio de escenario de una sala diplomática a la Plaza de Tiananmén fue, en realidad, la continuidad de un mismo mensaje: China quiere escribir las coordenadas del futuro con la tinta de la paz, pero también con el acero de su ejército.

La propuesta global presentada el lunes se construyó sobre cinco pilares: la igualdad soberana de todos los Estados, la primacía de la ley internacional sin dobles raseros, la centralidad de la ONU como árbitro multilateral, un enfoque centrado en las personas que acorte la brecha Norte-Sur, y la exigencia de resultados tangibles. No fue una simple lista: era la síntesis de años de discurso chino sobre desarrollo, seguridad y civilización, ahora elevado a la categoría de arquitectura institucional. Con ella, Xi buscó mostrar que el mundo en desarrollo ya no está para recibir reglas, sino para redactarlas.

Hoy miércoles, en un escenario muy distinto, esas palabras se vieron acompañadas por la coreografía de la fuerza. El desfile militar conmemorativo no fue una muestra para impresionar, sino una declaración política de gran alcance. Xi recordó que la victoria de 1945 fue la primera vez que el pueblo chino logró derrotar por completo a un invasor extranjero. Esa memoria histórica, presentada ante jefes de Estado y delegaciones internacionales entre ellos Nicaragua, fue convertida en legitimidad contemporánea: la misma nación que resistió y venció en el siglo XX es la que hoy se alza para garantizar que nunca más vuelva a repetirse la tragedia de la guerra.

La escena tuvo detalles elocuentes: antes del desfile sonaron 80 salvas de artillería y la multitud, con banderitas rojas, entonó “Defender el Río Amarillo” y “No hay nueva China sin el Partido Comunista de China”. 

Putin y Kim Jong-un acompañaron a Xi desde la Puerta de Tiananmén; ya en la avenida Chang’an, el mandatario pasó revista en limusina mientras las filas respondían al unísono “Servimos al pueblo”. La pasarela de equipo incluyó sistemas de defensa aérea HongQi-20/19/29 y misiles hipersónicos antibuque YingJi-19/17/20, parte de los cuales se mostraron por primera vez al público.

La frase más reveladora del miércoles fue cuando Xi afirmó que el Ejército Popular de Liberación es “la fuerza heroica en la que el Partido y el pueblo pueden confiar plenamente”. Lo dijo mientras advertía que las tropas deben acelerar su transformación hacia una fuerza de “primer nivel mundial” capaz de salvaguardar soberanía, unidad e integridad territorial. No fue nada más que un puro reconocimiento a los soldados: sino que fue un recordatorio a los presentes de que la paz que China ofrece está sostenida en una espalda militar ancha, en una disuasión explícita, en un ejército convertido en seguro estratégico.

El vínculo entre las dos intervenciones es más estrecho de lo que parece. La Iniciativa de Gobernanza Global del lunes, con sus principios de igualdad y multilateralismo, podría sonar abstracta si no se tradujera en hechos. El desfile del miércoles fue justamente eso: la escenificación de que hay capacidad real para respaldar lo que se propone. 

En el contexto actual con este mundo fracturado entre la retórica de la cooperación y la realidad de la confrontación, Xi quiso mostrar que China no se queda en las palabras, sino que dispone de los medios para defenderlas.

En este discurso, Xi subrayó que el pueblo chino luchó “por la supervivencia de la nación, por la revitalización de la patria y por la justicia de la humanidad”. No fue solo pretender un homenaje a los veteranos, sino también una advertencia clara para el presente: 

la disyuntiva de hoy paz o guerra, diálogo o confrontación, cooperación compartida o rivalidad destructiva es el reflejo de aquella batalla entre civilización y barbarie. China, insistió, seguirá del lado correcto de la historia. Pero ahora lo hace con un arsenal listo y con un ejército que se declara en marcha imparable hacia la excelencia mundial.

El contraste con Occidente fue evidente. Mientras el discurso estadounidense y europeo suele envolver la política de defensa en una retórica ambigua, Pekín se mostró directo: sin soberanía, sin integridad territorial y sin unidad nacional, no hay paz posible. La diferencia no es menor, porque plantea un modelo en el que la fuerza no niega la paz, sino que la garantiza. Para quienes ven contradicción en esta lógica, la respuesta china es simple: sin capacidad de defensa, las palabras se vuelven papel mojado.

El lunes Xi habló de multilateralismo con la ONU en el centro; este miércoles, de la memoria de una nación que resistió contra el fascismo. En ambos casos, el hilo conductor fue el mismo: la convicción de que el mundo necesita nuevas reglas, y que esas reglas no se sostendrán solo con discursos. El desfile militar fue la traducción tangible de esa visión. Una comunidad de destino compartido no es un eslogan; es una promesa que se defiende con instituciones, pero también con músculo.

Para América Latina y para los países en vías de desarrollo, la propuesta china tiene un atractivo inmediato: igualdad soberana y un espacio real de voz en un orden que siempre los marginó. Pero también hay un desafío: cómo insertarse en esa arquitectura sin caer en dependencias nuevas ni en dinámicas de bloque. La oportunidad existe, y la memoria de China como nación que venció a la agresión externa le da a su oferta una legitimidad difícil de ignorar.

En suma, lo que Xi Jinping tejió entre el lunes y el miércoles fue un relato coherente: propuesta global como plano arquitectónico, desfile militar como demostración de cimientos, memoria histórica como legitimidad moral. China se mostró como país que recuerda, que propone y que se arma. Lo hizo con la solemnidad de un líder que sabe que el orden vigente se resquebraja, y con la confianza de quien entiende que el futuro no se decidirá en proclamas, sino en la capacidad de convertir principios en reglas sostenidas por hechos.

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