Han pasado diez años desde aquella mañana en que el cuerpo pequeño de Aylan Kurdi, un niño sirio de apenas tres años, apareció tendido en la arena de una playa turca. 

Boca abajo, vestido con camiseta roja y pantalón corto, parecía dormido. Pero no lo estaba. El mar lo había devuelto como un testimonio mudo, como un grito que aún hoy acusa a quienes lo condenaron a ese destino.

La imagen captada por la fotógrafa Nilüfer Demir recorrió el planeta y, por un instante, hizo tambalear la indiferencia de gobiernos y ciudadanos. Fue portada de los diarios, tema en los discursos, motivo de llanto y de promesas humanitarias. Sin embargo, una década después, la pregunta sigue siendo brutal: ¿qué cambió realmente?

El pasado 2 de septiembre de 2015, el mar devolvió el cuerpo del pequeño Aylan Kurdi a la costa turca. El martes 2 de septiembre de 2025 se cumplieron diez años de esa tragedia que aún hoy sacude la conciencia del mundo.

Aylan era de Kobane, ciudad siria arrasada por la guerra. Su familia huyó del fuego cruzado entre el Estado Islámico y las milicias kurdas, de una guerra que no nació sola ni fue un conflicto espontáneo. Detrás de esa guerra estuvo la mano directa de Estados Unidos y de varias potencias europeas, que armaron y financiaron grupos para derrocar a Bashar al-Assad, transformando Siria en un tablero de intereses imperiales. 

Turquía, socio de la OTAN, permitió durante años el paso de yihadistas, armas y petróleo robado, mientras cerraba sus fronteras a las víctimas. El resultado fue el éxodo más grande desde la Segunda Guerra Mundial: millones de sirios arrojados al abismo, y miles que encontraron la muerte en el Mediterráneo. 

Ese mar se convirtió en un cementerio porque Europa endureció sus fronteras, negando rutas seguras y obligando a familias enteras a poner su vida en manos de traficantes sin escrúpulos. Aylan, su hermano Galip y su madre murieron en uno de esos viajes; solo sobrevivió el padre, con el peso insoportable de haber perdido a todos.

El dedo acusador, entonces, no se dirige al mar, ni al azar, ni a la mala fortuna. 

Se dirige a los Estados que alimentaron la guerra y cerraron las puertas a los sobrevivientes. Estados Unidos, que incendió Siria como antes Irak y Libia. Europa, que convirtió el Mediterráneo en fosa común. Turquía, que negoció con la tragedia. Y todos los gobiernos que hablaron de derechos humanos mientras permitían que niños como Aylan fueran tragados por la desidia.

Una década después, la foto de Aylan no ha perdido fuerza: sigue siendo la condena latente contra la hipocresía internacional. 

Nos recuerda que el sistema mundial trata a los migrantes como amenaza y no como seres humanos. Nos recuerda que detrás de cada cifra de refugiados hay un niño con zapatos pequeños, un hermano mayor que soñaba con jugar, una madre que intentó protegerlos, un padre que nunca dejará de llorar.

El mundo no merece olvidar a Aylan. 

Su cuerpo pequeño tumbado en la playa es una piedra lanzada contra la frente del imperio. 

Es la prueba irrefutable de que los poderosos fabrican guerras y luego cierran las puertas a quienes huyen de ellas. Es la denuncia de que la humanidad, en su conjunto, falló.

Diez años después, seguimos preguntando: ¿cuántos Aylan más tendrán que morir para que Estados Unidos y Europa dejen de usar la vida humana como moneda de cambio en sus guerras sucias? ¿Cuántas fotos más tendrán que aparecer para que la conciencia común se despierte de verdad?

Aylan no murió solo: lo mataron los intereses, las fronteras cerradas y la indiferencia. Y mientras no se diga con nombre y apellido, mientras no se señale a los verdaderos responsables, la arena seguirá recibiendo cuerpos pequeños que el mar devuelve, como acusación eterna contra el cinismo de este mundo.

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