Trump no se anda con rodeos. Con una orden ejecutiva, el Presidente de Estados Unidos arrancó la máscara con la que durante décadas se intentó maquillar la esencia del aparato militar norteamericano. El Pentágono ya no se llamará Departamento de Defensa, sino nuevamente Departamento de Guerra. 

Ese regreso en el nombre va mucho más allá de un cambio superficial. Es la confirmación de lo que el mundo entero ha padecido desde hace más de ocho décadas: que el Pentágono no es un ministerio administrativo, sino la encarnación arquitectónica de un monstruo de guerra.

El monstruo nació en 1941, cuando Roosevelt dio luz verde a una construcción colosal a orillas del río Potomac. 

Estados Unidos estaba a punto de entrar en la Segunda Guerra Mundial y necesitaba centralizar a decenas de miles de burócratas militares que se desparramaban por diecisiete edificios. Así, con la urgencia bélica, se levantó en apenas dieciséis meses aquel coloso de concreto que aún hoy intimida. Más de quince mil obreros trabajaron día y noche para dar forma a una mole de cinco lados, diseñada para encerrar a decenas de miles de funcionarios al servicio de la maquinaria de guerra.

El Pentágono nació como un centro de mando total, calculado para coordinar ejércitos, flotas y arsenales atómicos. 

Desde sus pasillos kilométricos no solo se planificó el desembarco en Normandía o la invasión de Corea, sino que se trazaron estrategias de dominación en el mundo, conspiraciones, golpes de Estado, invasiones, terrorismo de Estado, robo de recursos naturales, crímenes de lesa humanidad y genocidios que marcaron a fuego al siglo XX y continúan en el XXI.

Vietnam, Irak, Afganistán, Libia, Siria, Panamá, Nicaragua por medio de los contras… la lista es interminable. Cada una de esas guerras dejó millones de muertos, heridos y desplazados. 

El Pentágono, disfrazado durante décadas de “defensa”, fue en realidad el taller de la destrucción, la fábrica del dolor humano. 

Sus decisiones no se miden en páginas de informes, sino en cadáveres, ciudades arrasadas y países enteros sumidos en el caos.

Y no piensen que se trata de defensa, se trata de la proyección desnuda de un imperio que jamás dudó en imponer su ley con sangre. 

El Pentágono ha sido el cerebro que coordinó la OTAN en sus expansiones, que financió operaciones encubiertas en América Latina, que entrenó ejércitos mercenarios en África, que alimentó dictaduras bajo el disfraz de la democracia. Cada ladrillo, bloque, hierro y piedra cantera de ese edificio está impregnado del dolor que ha causado más allá de sus fronteras.

En tan solo dieciséis meses, con más de quince mil obreros trabajando día y noche, se levantó aquella gigantesca estructura de concreto. Un coloso con forma de estrella mutilada, diseñado para encerrar a decenas de miles de burócratas de uniforme y civiles sometidos a la lógica militar. Desde entonces, su sombra se proyecta no solo sobre Washington, sino sobre continentes enteros.

El 11 de septiembre de 2001, cuando un avión secuestrado se estrelló contra una de sus alas, el mundo vio con claridad que la criatura no era invulnerable. Ese día murieron 184 personas dentro y alrededor del edificio. Pero el Pentágono sobrevivió al impacto, como si el monstruo hubiera recibido apenas un rasguño, dispuesto a seguir dictando guerras y ocupaciones.

Hoy, en 2025, con el regreso oficial al nombre de Departamento de Guerra, la verdad queda desnuda. Ya no hay maquillaje lingüístico posible. El país que presume de su falsa democracia reconoce, con esta decisión, que su verdadera identidad es la de la guerra perpetua.

Pero esa sinceridad brutal encierra un mensaje peligroso: Estados Unidos se asume sin tapujos como un país en pie de guerra permanente. En pleno 2025, con el mundo al borde de nuevas confrontaciones, la señal que envía Washington es de amenaza abierta, de preparación bélica sin disimulo. El monstruo ya no esconde sus garras: ahora las muestra con orgullo.

Ese edificio de hormigón y pasillos interminables es la máquina de guerra más costosa de la historia de la humanidad. 

Su sola existencia recuerda, en la mente de la gente, que la paz siempre estará en riesgo mientras el Pentágono respire.

El cambio de nombre ordenado por Trump tampoco es ni ingenuo ni inocente. 

Al bautizarlo de nuevo como Departamento de Guerra, intenta proyectar fuerza en un momento en que Estados Unidos ya no impone el rumbo del planeta como antes. Sus palabras buscan revestirse de poder, pero en realidad son patadas de ahogado en un escenario que cambia a toda velocidad. China, Rusia, Corea del Norte, Irán y Nicaragua, junto a otros pueblos rebeldes, están abriendo paso a un nuevo orden mundial. Frente a esa realidad, el monstruo del Pentágono puede renombrarse como quiera, pero su tiempo de dictar unilateralmente la historia se está acabando.

Comparte
Síguenos