Luis Abinader ha querido venderse como un estadista moderno, un hombre de apertura y transparencia, pero su segundo mandato comienza con un acto que desnuda su verdadero talante: excluir a Nicaragua, Cuba y Venezuela de la Décima Cumbre de las Américas para congraciarse con el Presidente Trump, quien regresa al poder con el título de 45-47 y un proyecto imperial que necesita aliados obedientes.
Este Abinader no actúa como lo haría un líder soberano, por el contrario se comporta como un peón dispuesto a sacrificar principios y relaciones históricas con tal de agradar a su amo de la Oficina Oval.
Su primera administración fue un fiasco que dejó a los dominicanos con un sabor amargo.
Corrupción sin castigo, endeudamiento desbordado, promesas incumplidas y una sensación de inseguridad que nunca se disipó.
Aquella gestión, que algunos analistas llegaron a resumir en “siete pecados” corrupción, improvisación, represión, exclusión social, endeudamiento, inseguridad y sumisión externa, no fue corregida; al contrario, se ha consolidado como un patrón de Gobierno.
Hoy, la República Dominicana no se siente gobernada por un Presidente soberano, sino administrada por un gerente complaciente con intereses ajenos y coloniales.
Abinader llegó al poder con el discurso de acabar con la corrupción y renovar la política, pero los hechos lo traicionan.
Su Ministerio Público montó un espectáculo mediático con arrestos de exfuncionarios del pasado, mientras su propio gabinete ha estado marcado por renuncias, escándalos y una ética tambaleante. Las promesas de cambio se diluyeron ante la continuidad de viejas prácticas: favores políticos, contratos cuestionados y un sistema que mantiene intacta la impunidad.
La deuda pública consolidada alcanzó al cierre del primer trimestre de 2024 los 72,781 millones de dólares, equivalentes al 58.9 % del PIB, un endeudamiento que golpea las finanzas nacionales y que contradice la imagen de eficiencia que Abinader intenta vender.
En materia de seguridad, su Gobierno ha sido incapaz de frenar la violencia que golpea barrios enteros, pueblos y grandes ciudades, mientras su política migratoria frente a Haití ha sido una mezcla de improvisación y oportunismo.
Primero levantó la bandera nacionalista con el muro fronterizo y después reabrió el comercio para no asfixiar la economía interna, dejando claro que nunca existió un plan coherente, sino una cadena de reacciones desesperadas frente a cada crisis.
Las tragedias como la explosión en San Cristóbal o el derrumbe mortal del paso a desnivel en Santo Domingo evidenciaron una gestión pública incapaz de prevenir desastres y de proteger vidas.
En el plano internacional, Abinader se presenta como un líder pragmático, pero su pragmatismo es, en realidad, servilismo.
La entrega de aviones venezolanos a Estados Unidos, una decisión que ni siquiera la oposición de ese país había solicitado, fue una humillación innecesaria y una ruptura con una nación que apoyó a República Dominicana en momentos clave de su historia.
Fue una acción unilateral que retrata a un Presidente ansioso por complacer a Washington sin medir el costo diplomático y moral. Ahora, su decisión de marginar a Nicaragua, Cuba y Venezuela de la Cumbre de las Américas es una concesión que busca aplausos en la Casa Blanca y garantizarle una foto cómoda con el Presidente Trump.
La Cancillería dominicana intentó vender la exclusión como un tecnicismo “multilateral”, cuando en realidad responde a una maniobra calculada para congraciarse con lo dije antes, con el gobernante Trump, hoy empeñado en recuperar influencia hemisférica.
Abinader exhibe su Presidencia pro témpore como un logro histórico, pero en verdad la obtuvo gracias a un ajedrez político donde el factor decisivo no fue el prestigio internacional de su Gobierno, sino su disposición a seguir líneas impuestas desde el imperio yanqui.
Ya no se le debe decir el Presidente, mejor llamarlo como el anfitrión sumiso, él lo sabe porque fue parte de su entrega.
Su servilismo ha llegado a tal punto que recuerda el episodio vergonzoso del viejo imperialista Vicente Fox con el Comandante Fidel Castro en la Conferencia Internacional sobre Financiación para el Desarrollo en 2002, cuando el entonces Presidente mexicano atrevidamente le dijo al líder Castro “comes y te vas” para no incomodar a George W. Bush.
Abinader parece haber ido aún más lejos: decidió de antemano excluir a Cuba, Venezuela y Nicaragua para garantizar que nada incomode al Presidente Trump en Punta Cana.
Y de esa manera convertir la cumbre en un espacio domesticado, sin voces disonantes, me da más pena a mí escribir esto, pero fue el precio que aceptó pagar para complacer a Washington. Por otro lado el ALBA fue categórica al condenar la maniobra dominicana.
En un comunicado, la Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América denunció que República Dominicana “subordina la organización de la Cumbre de las Américas a las instrucciones de Washington” y calificó la exclusión de Cuba, Nicaragua y Venezuela como “la confesión pública de una capitulación política que degrada la condición del anfitrión”.
Además, afirmó que para los pueblos libres y soberanos “la no participación en un espacio claramente tutelado por intereses imperiales constituye una distinción que confirma su independencia”. Un golpe directo que deja en evidencia a Abinader como un Presidente sin coraje para sostener la soberanía frente al poder estadounidense.
El argumento oficial de “maximizar la participación” es una farsa. No se puede hablar de integración hemisférica mientras se excluye a tres pueblos que forman parte esencial de la identidad latinoamericana y caribeña.
Es una traición no solo a las relaciones diplomáticas vigentes, sino a una historia de solidaridad entre países que, durante siglos, se han apoyado frente a las potencias dominantes. Esta postura servil deja a Abinader sin un verdadero legado.
Todo indica que no busca ser recordado como un Presidente de dignidad y logros para su pueblo, sino como un mandatario arrodillado, corrupto y complaciente, que entrega soberanía y honra para besar las botas del imperialismo encarnado en el viejo Tío Sam.
Ha preferido una foto agachada con el poder imperial, antes que un lugar digno en la historia de su nación. La reelección de Abinader no es un cheque en blanco. Muchos dominicanos se sienten traicionados por un segundo mandato que repite los vicios del primero y profundiza la dependencia política.
En lugar de liderar con dignidad, el Presidente actúa como administrador de intereses externos, reduciendo la política exterior a obediencia y la política interna a propaganda sin sustancia.
La Décima Cumbre de las Américas será, para Abinader, un espejo. En lugar de mostrar a un país soberano, exhibirá a un mandatario dispuesto a marginar a sus propios vecinos para congraciarse con el poder. Y en el Caribe y en América Latina, los pueblos libres y soberanos saben reconocer cuándo un Presidente deja de ser estadista para convertirse en un arrastrado vendepatria.