A George Washington lo venden como un héroe intachable, un símbolo de libertad y virtud. 

Sin embargo, la historia real exhibe a un hombre muy distinto: oportunista, esclavista, autoritario y profundamente contradictorio. 

Fue un vividor, mantenido por una viuda millonaria y construyó su fama sobre una imagen cuidadosamente pulida por generaciones de historiadores del Imperio yanqui. Washington fue un terrateniente rico gracias al matrimonio con Martha Custis, una de las mujeres más adineradas de Virginia. 

Su ascenso social no fue producto de una gesta heroica, sino de una alianza interesada que le dio tierras, esclavos y prestigio. Sin esa unión interesada, el mal llamado padre de la patria quizá habría permanecido como un terrateniente de medio pelo.

La imagen que hoy se vende de un Washington recto y humilde también está construida sobre mitos inventados. 

Nunca hubo un cerezo cortado por un niño sincero, ni sus famosos dientes fueron de madera: usó prótesis hechas con dientes arrancados a esclavos y con marfil de elefante e hipopótamo. Este Washington era una verdadera caja de Pandora: además de fracasado comandante, racista, dictador, vividor mantenido por una viuda millonaria, resultó ser un divo vanidoso de su tiempo, obsesionado con su imagen.

Como militar, Washington no fue el genio que en los colegios del imperio con buses amarillos repiten como loros. 

Cometió cientos de errores, sufrió más derrotas que las pocas victorias que pudo conseguir, lo cual lo convierte en un comandante fracasado. Pero no solo eso: también mantuvo a sus tropas mal abastecidas, mal vestidas y hambrientas, mientras él mantenía su estatus de un viejo Chele, canoso y terrateniente rico.

Washington fue un miserable racista que odiaba a los negros, y eso marcó su vida pública. En noviembre de 1775, recién asumido el mando del Ejército Continental, prohibió la participación de afroamericanos en sus filas, pese a que ya habían combatido por la independencia. 

Cambió de postura solo cuando la guerra necesitaba más hombres y los británicos empezaron a prometer libertad a los esclavos que se unieran a sus filas, pero para entonces era demasiado tarde: su racismo había quedado patente.

Además de ser un mantenido y vividor, y un pésimo comandante militar, como Presidente George Washington también protegió los intereses de la élite esclavista. 

Su oscura presidencia reforzó aún más la estructura de poder de los grandes viejos terratenientes blancos. Durante su mandato se aprobaron leyes como la de 1793, que convertía en delito ayudar a un esclavo fugitivo y establecía su devolución forzada a los dueños. En lugar de impulsar libertad, su Gobierno reforzó la esclavitud como negocio.

Su concepto de “libertad” fue una profunda estafa. Mientras predicaba independencia frente a Gran Bretaña, negaba esa misma libertad a cientos de personas que mantenía esclavizadas. Washington, actuando como el Trump de estos tiempos, llegó a separar familias enteras de esclavos para venderlas y obtener liquidez, sin mostrar el menor remordimiento.

Su vida privada era una contradicción abierta con los ideales que decía defender. En otras palabras, era como un grano infectado que, al apretarlo, soltaba pus. Todo su discurso de virtud quedaba vacío ante su afán de riqueza y poder sostenido sobre el dolor humano.

Washington fue un verdugo del propio pueblo al que decía representar, cuando en 1794 reprimió con mano de hierro la Rebelión del Whisky, un levantamiento de pequeños agricultores que se opusieron al impuesto federal sobre el alcohol. Logró la captura de varios de los que se levantaron a reclamar y los fusiló, demostrando que no era promotor de la democracia, sino un vulgar dictador. 

Convirtiéndose en el primer Presidente en usar la fuerza militar contra ciudadanos estadounidenses que protestaban por medidas injustas.

El legado político de George Washington también es mucho menos glorioso de lo que se enseña. Aunque en su famoso discurso de despedida alertó contra la formación de partidos políticos y advirtió a su pueblo que desconfiara de las alianzas extranjeras permanentes, en la práctica dejó sembradas las bases de un Gobierno que favorecía a los grandes propietarios y comerciantes. 

Su llamada neutralidad nunca fue un ideal sincero: fue simplemente una forma de cuidar los intereses económicos de la nueva élite y mantener a Estados Unidos al margen solo cuando a esa clase dominante le convenía.

La figura de Washington sigue siendo venerada en monumentos y en los dólares, pero detrás de esa fachada brillante se esconde un hombre oportunista, hipócrita y profundamente desigual. 

Su nombre ha sido usado para justificar un mito fundacional que limpia las manchas de esclavitud, violencia y autoritarismo sobre las que se levantó el país. Cuando recordamos a Washington sin la máscara que le impusieron los historiadores del Imperio yanqui, no estamos destruyendo la historia. Por el contrario, la estamos contando tal y como fue. 

George Washington murió en 1799 y, a más de dos siglos de su muerte, no deja un legado digno, sino un recuerdo triste, pobre y sangriento, que parió al imperio que hoy pretende azotar a nuestros pueblos libres.

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