Giorgia Meloni llegó al poder prometiendo una Italia firme, soberana y moderna. Pero aquella promesa de cambio terminó convirtiéndose en un simulacro político. Hoy enfrenta una denuncia ante la Corte Penal Internacional por complicidad en crímenes de lesa humanidad cometidos en Gaza. Aquella líder que se mostraba como la voz de una nueva Europa terminó alineándose sin pudor con un Estado señalado internacionalmente de genocida y de violador de los derechos humanos.
Su silencio ante la masacre del pueblo palestino la revela no como una estadista, sino como una cómplice con uniforme de primera ministra.El ascenso de Meloni fue celebrado por las derechas europeas como una conquista ideológica, un renacer del viejo fascismo con rostro femenino. Su partido, Hermanos de Italia, tiene raíces en el Movimiento Social Italiano, fundado por los herederos directos del régimen de Benito Mussolini. A los 15 años, Meloni ya militaba en ese entorno neofascista; a los 31, Berlusconi la convirtió en ministra de Juventud, y años más tarde se presentó como “la mujer, la madre y la italiana” que devolvería el orgullo nacional.
Con su retórica nacionalista y sus símbolos de identidad, logró seducir a sectores populares cansados de la burocracia política. Pero bajo ese discurso de patria y familia se esconde la misma intolerancia que arrasó Europa en los años más oscuros del siglo pasado.
Ahora el espejismo de la libre Europa se derrumba con la denuncia presentada ante la Corte Penal Internacional, que expone a Meloni como una figura dispuesta a sacrificar los principios de justicia por conveniencia política.
Italia, bajo su mando, ha preferido alinearse con los verdugos antes que con las víctimas. La primera ministra italiana ya no puede ocultar que su gobierno ha sido un aliado dócil de los intereses que perpetúan el sufrimiento del pueblo palestino y que, en nombre de la diplomacia, ha permitido que la impunidad siga reinando.
Meloni, que se ha mostrado sonriente y servil ante Donald Trump en más de una ocasión, ha hipotecado toda la soberanía italiana al inclinarse ante las exigencias del inquilino de la Casa Blanca. Sus reuniones con él han sido el retrato de una subordinación maquillada de diplomacia. Ha entregado la dignidad diplomática de su país, convirtiendo a su gobierno en una marioneta de las decisiones del imperio.
En su intento de ganar protagonismo mundial, terminó vendiendo la independencia italiana al servicio de las potencias que deciden quién vive y quién muere en el mapa del poder.
En el terreno internacional, su política exterior es una contradicción constante: condena los abusos de unos mientras guarda silencio ante las atrocidades de otros. Y no ha tenido los ovarios para romper relaciones diplomáticas con el Estado genocida de Israel.
Habla de derechos humanos, pero los invoca selectivamente, queriendo juzgar por un lado a las víctimas y por otro proteger a los verdugos.
Mientras los misiles israelíes arrasan hospitales y escuelas, Meloni prefiere posar en cumbres internacionales que pronunciar una sola palabra de condena. La complicidad de Meloni con Israel no puede verse como una coincidencia: Italia mantiene acuerdos militares, intercambio de tecnología y contratos de armamento con el Estado hebreo.
Su gobierno ha impulsado proyectos de defensa conjunta y cooperación industrial con empresas israelíes. Al comprar y vender armas con un país que bombardea civiles, Meloni no solo comercia con la muerte, sino que participa activamente en la financiación del genocidio.
Cada niño mutilado, cada madre que entierra a su hijo, cada familia que muere bajo los escombros, lleva también la firma de su silencio. La denuncia presentada ante la Corte Penal Internacional surge como una consecuencia inevitable de la complicidad material y moral del gobierno italiano con un Estado que bombardea hospitales, destruye escuelas y entierra a familias enteras bajo los escombros. Cada contrato militar firmado, cada declaración ambigua y cada silencio oficial de Meloni son parte del engranaje que sostiene esa maquinaria de muerte.
Ya no se trata de una simple omisión diplomática, sino de una participación indirecta en los crímenes que estremecen a la humanidad. Mientras tanto, la primera ministra continúa viajando por el mundo proclamando un falso liderazgo, entregando parte de la soberanía nacional y sometiendo a Italia a los dictados de Washington y Tel Aviv.
En su afán de ser aceptada por los poderosos, Meloni ha diluido los valores de la resistencia antifascista que dieron identidad a su nación.
Ha pisoteado la memoria de los partisanos italianos que murieron combatiendo el fascismo, traicionando el espíritu de una Italia que alguna vez fue emblema de libertad.
Su figura, construida sobre el oportunismo y la impostura, pretende avanzar con discursos vacíos y actuaciones de dignidad que ya nadie cree. El tiempo desenmascara a los falsos patriotas: Meloni pasará a la historia no como la mujer que modernizó Italia, sino como la dirigente que la entregó al servicio de los verdugos.
De Mussolini heredó la rigidez autoritaria; de Trump, la soberbia del poder sin conciencia.
Y de ambos, la arrogancia de quien confunde liderazgo con sumisión. La historia no absuelve a quienes se convierten en genocidas o cómplices del mismo. Meloni podrá disfrazar su cobardía con discursos diplomáticos, con su elegancia atrevida, pero el juicio moral ya la condena.
Su nombre quedará inscrito junto a los responsables del horror, aquellos que callaron mientras Gaza moría. Italia, la de los poetas, los humanistas y los libertadores, merece algo más que una primera ministra "fresa" postrada ante los verdugos.