El anuncio de Donald Trump en Egipto, declarando el “fin de la guerra” en Gaza, fue recibido con júbilo en los pasillos diplomáticos, pero con silencio en los cementerios palestinos. Es un acuerdo con sabor amargo. Amargo porque la sangre seca en las calles de Gaza no se borra con discursos, y porque los muertos más de 67 mil según las autoridades sanitarias palestinas no regresarán a ver la bandera de su patria ondear sobre un Estado propio.

Trump se carcajea, Netanyahu se lava las manos y los titulares del mundo repiten la palabra “paz” como si fuera un regalo de Washington. Pero Gaza está en ruinas, sin escuelas, sin hospitales, sin futuro claro. Los escombros son testigos de un plan que nació con la promesa de reconstrucción, pero sin justicia. Se canjearon rehenes y prisioneros, sí, pero nadie habló de los huérfanos, ni de los mutilados, ni de los que murieron bajo los escombros mientras los poderosos pactaban la tregua.

El acuerdo de veinte puntos, firmado entre Estados Unidos, Egipto, Qatar y Turquía, excluyó a los protagonistas del drama: ni Hamás ni Israel estamparon su firma. Eso revela la fragilidad de un pacto que Trump vende como histórico. Sin embargo, detrás del espectáculo mediático y de la foto del “Pacificador”, lo que hay es una puesta en escena electoral. Gaza fue usada como telón de fondo para el show del poder y la autopromoción de un presidente que busca reelegirse por tercera vez aunque la Constitución del imperio yanqui actualmente se lo impida.

El segundo trago amargo es la negación, una vez más, del reconocimiento pleno de Palestina como Estado soberano. No hubo una sola línea en el acuerdo que garantice ese derecho. Los palestinos siguen siendo desplazados, administrados por otros, convertidos en una “zona a reconstruir” bajo supervisión extranjera, como si no fueran capaces de gobernarse a sí mismos, y en ese control ajeno radica precisamente la esencia de esta falsa paz: una paz sin libertad, un alivio temporal sin soberanía.

Y mientras tanto, el genocida Netanyahu respira tranquilo, porque el acuerdo lo absuelve de facto. Ningún tribunal, llámese Corte Penal Internacional, podrá capturarlo, encarcelarlo ni condenarlo por crímenes de lesa humanidad como se lo merece. Las bombas que redujeron Gaza a polvo no tendrán juicio, y los niños que murieron sin saber por qué, tampoco tendrán justicia. El criminal y corrupto primer ministro israelí se presenta ahora como pieza indispensable del nuevo orden que Trump intenta construir, y el mundo el mismo que calló ante los bombardeos lo premia con aplausos y con impunidad.

El propio Netanyahu lo dijo sin descaro alguno: “Israel ganó todo lo que podía ganar por la fuerza de las armas.” Con esas palabras selló su victoria sangrienta sobre un pueblo desarmado. Pero esa victoria es de barro. Puede impresionar a los diplomáticos, pero no a la historia. No hay fuerza que borre las imágenes de los hospitales destruidos ni los nombres de los mártires escritos con tiza en los muros.

El rey Abdalá II de Jordania advirtió que la región seguirá condenada si no se abre el camino hacia dos Estados, pero pocos le hicieron caso, y Trump siguió hablando de paz “para todo Medio Oriente”, aunque ignora que no puede haber paz donde no hay igualdad. Se trata de restaurar la dignidad que se le ha negado a Palestina durante más de siete décadas.

En Gaza, las excavadoras comienzan a retirar los restos de las casas. Las promesas de reconstrucción son apenas un alivio logístico. La llamada “Junta de Paz”, presidida por Trump y secundada por el belicista y corrupto Tony Blair, ex primer ministro del Reino Unido, decide sobre los destinos de un territorio que no les pertenece, repitiendo la historia colonial bajo el disfraz de cooperación humanitaria.

El acuerdo se presenta como una puerta abierta, pero podría ser una celda decorada. Gaza será “zona libre de terrorismo”, dicen los mediadores, pero nadie se pregunta quién definirá qué es terrorismo y quién lo encarna. 
El pueblo palestino fue condenado a vivir bajo supervisión militar, sin derecho a definir su futuro. Eso no es paz, es administración del sufrimiento.

Ahora gritan que la guerra terminó, pero el dolor no, porque los muertos siguen ahí, los culpables caminan libres, y Palestina continúa sin Estado. Por eso este es un acuerdo de paz con sabor amargo e impunidad. Y mientras Trump celebra, Netanyahu se absuelve y Europa aplaude, el pueblo palestino vuelve a cargar sobre sus hombros la cruz de una historia escrita por otros.

Comparte
Síguenos