El 17 de junio de 1972, cinco hombres entraron en las oficinas del Comité Nacional del Partido Demócrata, en el complejo Watergate de Washington. Con decirles que no tenían nada de ladrones comunes: trabajaban para el Comité para la Reelección del Presidente Richard Nixon. Su misión era instalar micrófonos y obtener documentos que revelaran estrategias de la oposición. 

Pero fueron atrapados en plena faena, y lo que parecía un intento torpe de espionaje terminó siendo la puerta de entrada al escándalo político más grande en la historia de Estados Unidos.

Nixon rápidamente intentó apagar el incendio mediático con mentiras, ordenó a sus asesores ocultar pruebas, manipular a la justicia y usar a la CIA para frenar las investigaciones del FBI, mientras tanto los periodistas Bob Woodward y Carl Bernstein del Washington Post comenzaron a publicar hallazgos que apuntaban directamente a la Casa Blanca, alimentados por un informante del propio FBI conocido como “Garganta Profunda”, que desde las sombras les filtraba datos sobre la conexión entre los ladrones del edificio Watergate y el círculo más cercano al Presidente, una prueba de que incluso dentro del aparato de seguridad estadounidense había quienes no soportaban el hedor del encubrimiento, cada revelación confirmaba que el espionaje formaba parte de una operación planificada desde el poder y financiada con dinero de la campaña presidencial, y cuando se descubrió que Nixon tenía un sistema secreto para grabar y espiar a sus adversarios políticos, a empresarios influyentes, a dirigentes del Congreso y a los grupos que controlaban el negocio de las armas y la política en Washington, el escándalo alcanzó su punto de no retorno porque quedó al descubierto una maquinaria de poder que el Presidente usaba para chantajear y asegurarse la reelección.

El sistema que Nixon ayudó a desnudar no nació con él. Era el reflejo de una política construida sobre la paranoia y la ambición, una política que veía enemigos incluso dentro de sus propias filas. Espiar, manipular y destruir reputaciones no era una desviación del sistema, era el sistema mismo. Tampoco Nixon fue un monstruo aislado, sino el resultado de un modelo que prioriza la intriga sobre la verdad y el poder sobre la ética, una cultura política donde el fin siempre justifica los medios.

El escándalo que estalló después fue más que una crisis institucional. Era el retrato de una nación enferma de poder. Los comités del Congreso, los fiscales y los jueces se convirtieron en protagonistas de un drama que reveló la red de corrupción, chantaje y mentiras que sostenía al gobierno. En el fondo, el caso no se trataba solo de un Presidente atrapado en sus propias trampas, sino de un país que descubría su verdadero rostro: una democracia que se vendía como ejemplo al mundo mientras practicaba las mismas tácticas de los regímenes que decía combatir.

Watergate sigue vivo. Décadas después, Edward Snowden, exanalista de la Agencia de Seguridad Nacional, demostró que Estados Unidos no solo continuaba espiando a sus enemigos, sino también a sus aliados. 

Reveló cómo los sistemas de vigilancia interceptaban las comunicaciones de líderes como Angela Merkel, Dilma Rousseff y otros mandatarios latinoamericanos y europeos. 

Las mismas prácticas que hundieron a Nixon se habían perfeccionado con tecnología, satélites y redes sociales. Washington no tiene amigos, tiene intereses, y los defiende con espionaje disfrazado de su falsa diplomacia.

Cuando la Corte Suprema exigió las grabaciones que Nixon había intentado ocultar, el Presidente se quedó sin margen para maniobrar. Las cintas confirmaban su voz ordenando el encubrimiento. Ya no había duda posible. El país vio por televisión cómo su propio líder caía bajo el peso de sus mentiras. Su renuncia, el 9 de agosto de 1974, fue un intento desesperado por evitar un juicio político que lo hubiera expulsado de una patada. 

Gerald Ford asumió el cargo y, poco después, lo indultó, cerrando así uno de los tantos capítulos más oscuros de la política estadounidense.

Watergate fue la herida y también la cura, pero una cura dolorosa que no regeneró el sistema, sino que lo vacunó contra el escándalo. Después de ese episodio, el poder en Washington aprendió a ser más criminal, más sofisticado, más invisible. Los nuevos guardianes del orden ya no temen a los micrófonos ocultos, porque ahora controlan los que escuchan.

Después de Watergate, el imperio yanqui comprendió que no necesitaba micrófonos ocultos en los despachos del Capitolio, la Casa Blanca, los partidos políticos ni en las salas de redacción de la prensa o las grandes corporaciones. Con la tecnología como nuevo campo de batalla, el espionaje se volvió una práctica global bajo el disfraz de la seguridad nacional. Los satélites que orbitan la tierra, las redes sociales y las agencias de inteligencia extendieron los tentáculos de un poder que escucha y ve a sus aliados y enemigos por igual. El mensaje es el mismo: Washington no tiene amigos, tiene intereses, y está dispuesto a violar la soberanía de cualquiera para protegerlos.

En pleno siglo XXI, podemos decir con certeza que Richard Nixon sería apenas un bebé de pecho frente a los que vinieron después. 

Reagan convirtió el espionaje y la manipulación mediática en política de Estado, los Bush bombardearon países enteros bajo mentiras, los Clinton perfeccionaron el doble discurso moral, Obama maquilló con sonrisa las guerras y los drones, Biden sostuvo los mismos métodos con un lenguaje de paz, y Trump llevó la mentira a su máxima expresión. Todos, cada uno a su modo, superaron con creces la perversión de Nixon y convirtieron la vigilancia, la injerencia y la manipulación en el ADN del sistema, un poder que aprendió a espiar mejor, mentir mejor y dominar sin tener un mínimo de vergüenza. Watergate fue la puerta de entrada a esa maquinaria que hoy sigue funcionando con otros nombres, otras caras y la misma impunidad.

Comparte
Síguenos