Lindsey Graham lleva décadas metido en el poder de Washington, moviéndose entre despachos, cámaras de televisión y almuerzos con lobistas que financian guerras y negocios turbios. Creció vendiéndose como “defensor del patriotismo”, pero su carrera muestra otra cosa: un político obsesionado con empujar bombardeos, sanciones, invasiones y presión a países enteros. Nunca ha logrado ser Presidente y eso lo carcome. Lo exhibe la ansiedad que muestra cada vez que puede empujar a otro país al borde del desastre.

Graham no es ni chicha ni limonada, eso quedó claro cuando en plena campaña lo escuchamos decir que Trump era “peligroso”, “inestable” y “una amenaza para el país”, lo acusó de ser “un payaso incapaz de gobernar” y hasta se burló de su forma de hablar. 

Lo atacó en entrevistas, lo ridiculizó en debates, dijo que Estados Unidos se hundiría si alguna vez llegaba a la Casa Blanca. 

Pero cuando vio que Trump arrasaba en las primarias y que el Partido Republicano giraba alrededor de él, guardó los insultos, se tragó el orgullo y cambió de bando. Pasó de enemigo a consejero, de crítico feroz a quien ahora le acomoda el asiento y espera turno para hablar.

En 2023, durante una visita a Kiev, Graham soltó la frase que lo marcó para siempre: 

“Los rusos están cayendo, el dinero está bien invertido”. Lo dijo mientras estaba sentado al lado del delincuente de Zelensky, con una seguridad que parecía casi exitarlo. Entonces No hacía falta interpretación alguna. Era claro lo que celebraba: muertos convertidos en argumento para seguir financiando la guerra. Moscú tomó nota ese mismo día y lo incluyó en la lista de figuras hostiles. A partir de ahí, quedó señalado como agitador activo del conflicto, alguien que empuja la continuidad de la guerra.

En 2024, cuando la Corte Penal Internacional emitió la orden de arresto contra Benjamín Netanyahu, señalado mundialmente como genocida por la devastación humana en Gaza, Lindsey Graham salió de inmediato a amenazar a los propios aliados de Estados Unidos. Dijo, sin asco, que si Canadá, Francia, Alemania o Reino Unido se atrevían a cumplir la orden internacional y detener a Netanyahu, él impulsaría sanciones contra ellos. Lo dijo con una facilidad que demuestra lo que es: alguien que defiende al genocidio cuando le conviene porque se alimenta de su continuidad.

Su nombre es Lindsey Olin Graham. Nació en Carolina del Sur en 1955, dentro de una familia de clase media. Estudió Derecho, pero fue un abogado mediocre porque nunca litigó en los tribunales. Desde joven fue un oportunista y vio en la política la solución a sus problemas económicos. Entró al Congreso y se atornilló en las silla, como quien se aferra a un puesto que le garantiza sueldo, cámaras, influencia y viajes pagados. Con los años se volvió experto en deambular entre comités, buscar padrinos, firmar acuerdos en pasillos y levantar la mano cuando el complejo militar se lo pedía. En otras palabras, es un gusano, un parásito que ha vivido de la política toda su vida y de los impuestos que pagan los estadounidenses, que jamás han recibido nada a cambio. 

No existe una sola ley Graham que haya beneficiado al pueblo. Su “aportación” ha sido convertirse en operador de las grandes empresas armamentísticas, vendiendo su voto y su voz a cambio de financiamiento, protección y lobbies internos y externos.

Si se revisa con calma el historial financiero y político que arrastra, aparece algo que explica su forma de actuar: Graham siempre ha caminado pegado al negocio de la guerra. 

Su carrera ha corrido al lado de los comités de defensa y de las empresas que viven de vender armamento. Cada vez que levantó la mano para inflar presupuestos militares, coincidía algún viaje “institucional” gestionado desde despachos donde todo se acuerda sin dejar rastro, y encuentros reservados con ejecutivos del negocio de la muerte. Ese es el Graham que circula en mesas de negociación militar, donde el punto de partida y el punto final siempre son las armas. Su camino político ha estado atado a ese circuito desde el principio.

Hay dos grandes focos de controversia que acompañan a Graham desde hace años: primero, su cercanía con la industria de la defensa. En 2017 se demostró que había recibido mucho más dinero de contratistas de armas que el promedio de senadores, justo en los debates que favorecían esas ventas. Segundo, en 2023 un gran jurado especial de Georgia recomendó cargos de corrupción contra 39 personas entre ellas Graham por su participación en los esfuerzos para revertir la elección de 2020, acusaciones que él negó pero que lo dejaron salpicado en un escándalo de manipulación política. Si sumamos esos dos hilos de financiamiento de la guerra y de la manipulación política interna, forman el mapa real de su base de poder: negocios que prosperan a punta de conflictos, influencia que  construye con las reglas que él mismo ayuda a torcer.

Graham, con su lengua terrorista, también se pronunció contra Venezuela. Dijo en televisión abierta que “Estados Unidos no necesita permiso del Congreso para usar fuerza militar en Venezuela” y que Trump podía ordenar una intervención directa para sacar a Nicolás Maduro. En el caso de Irán sostuvo públicamente que era necesario atacar instalaciones estratégicas, respaldando bombardeos y acciones militares que podían encender toda la región. Y con Cuba se alineó con los sectores más rancios de Washington para sostener el bloqueo que lleva más de sesenta años, una política que castiga al pueblo cubano y premia a las empresas que se enriquecen con la asfixia económica y a un sistema criminal.

Al final, Lindsey Graham es el retrato más crudo del político criado a la sombra del Pentágono y las corporaciones que venden muerte. Este político frustrado es un belicista patológico, incapaz de concebir el mundo sin amenazas, sanciones y bombardeos ajenos. Nos queda claro que Lindsey Graham está tan podrido y corrompido como la cloaca que pretende dominar al mundo desde Washington, aún a sabiendas de que los pueblos libres seguirán siendo libres, y que la bota del yanqui invasor jamás podrá aplastarlos.

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