El fascismo nació en Europa tras la Primera Guerra Mundial como una respuesta violenta de las élites al avance del movimiento obrero y del socialismo, su creador fue Benito Mussolini en Italia, quien en 1919 dio forma a esa doctrina para ponerla al servicio del gran capital, del militarismo y del nacionalismo extremo, y es importante aclarar que no surgió de la izquierda ni mucho menos para la izquierda, por el contrario fue concebido como un instrumento para aplastarla, para imponer un orden jerárquico, someter a la sociedad y exigir obediencia absoluta, el nazismo apareció después en Alemania con Adolf Hitler tras la Primera Guerra Mundial, a partir de 1920, cuando el Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán, dirigido por Hitler, se consolidó como fuerza política, y posteriormente Hitler gobernó Alemania entre 1933 y 1945, retomando esa misma base doctrinaria y llevándola a su expresión más extrema al convertir la supremacía racial en política oficial, bajo su mando el régimen nazi ejecutó el Holocausto, que costó la vida a unos seis millones de judíos y a millones de comunistas, gitanos, personas con discapacidad, prisioneros de guerra soviéticos y opositores políticos, ambos sistemas compartieron una esencia absoluta, odio a la igualdad, desprecio por la vida humana y legitimación de la violencia como forma de dominación.
El fascismo y el nazismo hoy están más vivos que nunca, por ejemplo el imperio yanqui ha aplicado en este siglo una política de fuerza que responde a esa misma matriz, invasiones, golpes de Estado, destrucción de ciudades e infraestructura civil, el lanzamiento de dos bombas atómicas siendo el único país que ha recurrido a este tipo de bombardeo contra población civil, ejecuciones extrajudiciales, cárceles fuera de toda legalidad, robo sistemático de recursos naturales y guerras ejecutadas en todos los continentes, a lo que se suma una hegemonía que intenta imponerse mediante el dólar y a través de la militarización permanente con bases desplegadas en todo el mundo, todo ello constituye una forma de ejercer poder basada en la idea de que ciertas vidas valen menos y de que el castigo generalizado es aceptable cuando lo decide el centro imperial, esa lógica niega cualquier principio humanista y encaja de lleno en prácticas fascistas contemporáneas.
El colonialismo europeo no ha sido espectador pasivo, por el contrario, ha acompañado, legitimado y profundizado ese esquema, sanciones económicas diseñadas para asfixiar países completos, bloqueos financieros que golpean directamente a poblaciones civiles, medidas que afectan los alimentos, limitan las medicinas, encarecen la energía y destruyen el empleo, a ello se suma la confiscación de activos soberanos, la exclusión de sistemas de pago, la presión sobre monedas y bancos, la imposición de techos y vetos comerciales que paralizan industrias y encarecen la vida cotidiana, acciones económicas ejecutadas con pleno conocimiento de su impacto social, hay que recordar que el fascismo moderno no siempre mata con balas, mata con hambre, con frío y con desabastecimiento.
Pero además, la política migratoria europea muestra el rostro más crudo de esa continuidad ideológica. Si no, basta con comenzar a contar los miles de muertos en el Mediterráneo, personas que no fallecieron por accidente, fueron víctimas de decisiones fascistas perfectamente conocidas. Fronteras convertidas en trincheras, refugiados tratados como amenaza, centros de detención normalizados, discursos de identidad y pureza cultural incorporados al debate institucional. Cuando un continente decide quién merece ser salvado y quién puede ser dejado morir según su origen, está operando una lógica fascista en pleno siglo XXI.
Estados Unidos también reproduce en este siglo prácticas propias del nazismo, trasladadas al terreno de la política actual y alejadas de cualquier referencia visual del pasado. Su núcleo sigue siendo el mismo, la clasificación desigual de la vida humana. Esa lógica se expresa con nitidez en la doctrina que hoy emana desde la Casa Blanca, donde el poder se ejerce a partir de la supremacía nacional, la imposición por la fuerza y la deshumanización abierta del adversario. La noción de un país llamado a mandar sobre el resto del mundo, de pueblos que deben obedecer y de enemigos que pueden ser eliminados sin proceso ni cuestionamiento, responde a una visión jerárquica del orden global. La política de exterminio selectivo mediante Operaciones Militares Encubiertas y Otras Descubiertas, la legitimación pública del uso extremo de la fuerza y el discurso que normaliza la eliminación del otro por ser catalogado como comunista, narcotraficante o como peligro a su seguridad, forman parte de una estructura ideológica que busca alejarse de la convivencia y, por el contrario, aplicar el sometimiento. Cuando el poder se concibe como derecho natural de unos pocos y la vida ajena se convierte en variable descartable dentro de una estrategia de dominación orientada a mantener a toda costa una hegemonía unipolar, por eso hay que decirlo claro, esto apesta a nazismo.
La tolerancia y el respaldo a fuerzas armadas y grupos con componentes neonazis cuando sirven a intereses geopolíticos confirma que el nazismo no es un tabú real para las potencias occidentales. Se minimiza, se relativiza o se oculta cuando resulta funcional.
Esa disposición a convivir con ideologías supremacistas revela que el problema nunca fue el contenido, más bien quién lo controla y para qué se usa, seamos claros, el nazismo no desapareció, se recicló entre los europeos y los yanquis. Insisto, el expansionismo del siglo XXI ya no necesita ocupaciones coloniales clásicas, hoy se ejecuta mediante bases militares, alianzas armadas, presión económica y guerras ideológicas y mediáticas. En estos tiempos, regiones enteras quedan atrapadas en cercos estratégicos que responden a intereses ajenos. Esa imposición permanente de fuerza, bajo el lenguaje de estabilidad o seguridad, reproduce el principio fascista de dominación territorial sin consentimiento de los pueblos afectados.
La democracia, vaciada de contenido, se convierte ahora en un instrumento funcional y se comporta con elecciones toleradas por los gringos y los europeos, mientras no altere el poder de ellos. Gobiernos sometidos a intereses financieros y militares, pueblos convocados a votar pero no a decidir. Esa democracia administrada es perfectamente compatible con prácticas fascistas.
El procedimiento queda, la soberanía desaparece. Es una fachada que legitima decisiones ya tomadas. Nombrar nazismo y fascismo en el presente no es provocación ni exageración. Es identificar prácticas latentes, supremacía, deshumanización, castigo masivo, militarización, control social y desprecio por la dignidad humana. Estados Unidos y Europa no solo recuerdan esos sistemas como pasado, los aplican como método actualizado. El siglo XXI no enterró al fascismo, lo modernizó y lo puso a gobernar con nuevos nombres.













