No es casual que Pável Dúrov, el fundador de Telegram haya redactado su testamento a los 40 años. No se trata de paranoia ni de extravagancia. Es, más bien, un acto de lucidez: quien toca los hilos de la libertad en esta era de algoritmos amaestrados y vigilancia total, sabe que la muerte puede estar al acecho. Telegram no es sólo una aplicación de mensajería; es una trinchera donde aún resisten voces que otros medios prefieren sepultar.

Desde sus inicios, Telegram se propuso ser el reverso del control. Frente a las plataformas que todo lo saben, todo lo almacenan y todo lo venden, Dúrov apostó por el anonimato, el cifrado y el respeto. Eso, en un mundo donde los datos valen más que el pensamiento, es una declaración de guerra. Por eso lo persiguen.

Telegram fue lanzada en 2013 por los hermanos rusos Pável y Nikolái Dúrov, luego de haber creado VKontakte. Es una aplicación de mensajería instantánea que utiliza cifrado robusto y permite canales masivos sin censura previa. Desde marzo de 2025, supera los 1,000 millones de usuarios activos al mes, con alrededor de 450 millones de usuarios diarios. Eso lo convierte en uno de los espacios de comunicación más influyentes del planeta.

Esa independencia lo ha puesto en la mira de quienes dominan la infraestructura digital global. Telegram ha rechazado someterse a los designios del imperialismo yanqui, de la Unión Europea, de los extremistas occidentales que exigen obediencia tecnológica bajo el disfraz de “seguridad”. A diferencia de otras plataformas que se rinden al primer requerimiento judicial, Telegram ha optado por resistir, incluso cuando eso ha significado la expulsión de mercados, amenazas legales o el cierre de servidores.

Gobiernos, conglomerados y agencias de inteligencia han intentado desmontar Telegram. Lo han tildado de refugio de extremistas, de amenaza para la seguridad, de anomalía digital. Pero en realidad lo que les incomoda no es lo que aloja, sino lo que representa: un espacio donde el discurso no está dirigido por el mercado ni filtrado por intereses políticos.

Dúrov ha tenido que huir, exiliarse, esquivar demandas, soportar campañas de desprestigio y amenazas veladas. Como otros pioneros incómodos, eligió el camino más duro: el que no se alquila al poder. Y eso cuesta. A veces cuesta la paz, otras veces cuesta la vida.

El reciente testamento que reveló donde confía el futuro de Telegram a una fundación sin fines de lucro no es un gesto romántico. Es una advertencia. Nos está diciendo que el peligro es real, que las élites digitales no descansan y que, si llegaran a silenciarlo, la herramienta debe sobrevivir intacta, libre, invulnerable a la tentación del capital o de la censura.

En medio de guerras mediáticas, manipulación informativa y plataformas que venden discursos empaquetados, Telegram ha sido una grieta por donde aún se cuela la verdad, o al menos, su búsqueda. Y esa grieta les resulta insoportable a los que prefieren un mundo de consensos prefabricados.

No se trata de idealizar a Dúrov ni de convertir a Telegram en un altar. Se trata de reconocer que, en un panorama donde todo se vigila, donde las palabras ya no vuelan sino se almacenan, alguien tuvo la osadía de crear un espacio donde los usuarios no son mercancía, sino sujetos.

Los desafíos no han terminado. Al contrario, se intensifican. Cada vez que una plataforma resiste la obediencia, aparece un nuevo mecanismo para desacreditarla. Telegram sigue bajo la mira. Y su creador lo sabe. Por eso no baja la guardia. Por eso deja todo atado. Por eso no se despide, pero se prepara.

El mundo digital necesita trincheras. Telegram es una. Y como toda trinchera, está en peligro. Pero mientras resista, habrá quienes aún puedan hablar sin pedir permiso. Y eso, en estos tiempos, ya es una forma de revolución.

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