Hay nombres que atraviesan el tiempo con la misma fuerza con que el cincel penetra la piedra. Edith Dorthe Grön, la danesa que llegó niña a Nicaragua en 1923, no necesitó más credenciales que sus manos para convertirse en la escultora que dio rostro a nuestra memoria nacional. Desde los jardines de San Jacinto hasta la solemnidad del Teatro Nacional Rubén Darío, su obra permanece como una afirmación de identidad: un recordatorio de que el arte también es un acto de pertenencia.
Su relación con Rubén Darío fue definitiva. El busto en mármol blanco de Guatemala que se levanta en el Teatro Nacional tiene un peso especial: es la consagración de un diálogo entre poesía y escultura. Darío escribió con la musicalidad de las palabras; Edith lo hizo con la rotundidad del mármol. Ambos fundieron lo intangible en lo eterno. Quizá por eso la llamamos “la escultora de Rubén Darío”: porque entendió que Darío no era solo un poeta, sino un rostro que debía acompañar al país en cada generación.
Desde la infancia mostró un vínculo natural con la creación. En sus años en Matagalpa y Chontales, pasaba horas moldeando barro, inventando rostros y figuras que brotaban de su imaginación. Fue el doctor Emiliano Lacayo, entonces ministro de Educación e impulsor de la Escuela de Arte de Managua, quien al ver ese talento aconsejó a sus padres que Edith debía formarse con Genaro Amador Lira. Ese consejo marcaría un destino: la escultura dejó de ser un pasatiempo y se convirtió en el amor de su vida.
Pero Edith Grön no se limitó a un solo personaje. Supo leer en la historia las figuras que encarnaban la resistencia y el orgullo nacional. Ahí están Diriangén, altivo y rebelde frente a los conquistadores; Andrés Castro, eterno en el instante de lanzar la piedra contra el filibustero; José Dolores Estrada, con la serenidad y la determinación que marcaron la batalla de San Jacinto. En sus manos, aquellos héroes dejaron de ser nombres en un libro para volverse cuerpos, presencias que se imponen en el espacio público.
También se permitió la experimentación. En su búsqueda artística exploró formas estilizadas, eliminó pedestales, abrió camino a piezas lúdicas como El Velo o Destino. Nunca fue una artista complaciente: en cada etapa buscó empujar los límites de la tradición sin traicionar su oficio. Su realismo fue impecable, pero no se conformó con repetir moldes; necesitaba que la escultura respirara, que hablara más allá de lo evidente.
El reconocimiento no le faltó, aunque paradójicamente fue más conocida en el extranjero que en su propia tierra. En universidades y museos de Europa y América se estudia su obra, mientras en Nicaragua apenas empezamos a valorar la magnitud de su legado. Por eso el anuncio del Paseo Edith Grön en Managua, programado para inaugurarse este año, tiene un profundo significado: es una deuda saldada con quien dedicó su vida a esculpir la nuestra.
Conviene también recordarla como mujer, en un siglo que estuvo marcado por la hegemonía de los hombres en las artes. Edith Grön se abrió paso con una obstinación que no pedía permisos. Su biografía está atravesada por soledad, sacrificio, enfermedad y trabajo incansable, pero nada de eso quebró su vínculo con la creación. En su taller, hasta el final, siguió modelando figuras, convencida de que el arte era su manera de estar viva.
La Compañera Rosario Murillo, Copresidenta de Nicaragua y poeta, subrayó la importancia de este reconocimiento. “Otra buena nueva es que a finales de este año vamos a inaugurar en la ciudad creativa, ciudad capital, ciudad de Managua, el paseo Edith Grön”, anunció. Y agregó: “Edith Grön, la fenomenal escultora de origen danés que vivía en nuestra Nicaragua. Familia de los Grön, reconocidos, la Edith de una inmensa creatividad, talento, grandes esculturas las que hizo”.
En su intervención recordó obras como las esculturas de José Dolores Estrada, Andrés Castro, Diriangén y El relevo o el progreso, “los héroes de nuestra historia”, dijo.
La Copresidenta exaltó además “las magníficas esculturas de esa importantísima gran artista, maestra, Edith Grön” y expresó: “Nos sentimos contentos, honrados de poder asegurar el espacio que rinde honores, primero al arte, primero a los héroes que están representados en ese arte fenomenal, fantástico de la compañera Edith Grön, hermana”.
Su frase, recogida al recibir la Orden de la Independencia Cultural Rubén Darío en 1989, sigue resonando: “Siempre me he sentido honrada cuando al iniciar y finalizar las transmisiones del Sistema Sandinista de Televisión aparece con las notas de nuestro Himno Nacional mi Andrés Castro y mi Rubén Darío”. Con esas palabras dejaba claro que lo suyo no era un orgullo íntimo, sino un pacto entre su obra y la nación, un compromiso que trascendía su taller y se proyectaba en la historia de Nicaragua.
Hoy, cuando Managua se prepara para abrir un paseo con su nombre, Edith Grön vuelve a respirar en el presente. Ese homenaje no llega tarde ni sobra: confirma que su obra es parte inseparable de la vida pública, de las fiestas patrias, de la memoria compartida. En cada busto y en cada escultura late la voluntad de una mujer que encontró en nuestra Nicaragua su Patria definitiva. Y así, como el mármol que resiste al tiempo, Edith Grön se queda con nosotros, inmortal.