Miles de personas salieron a las calles de Kiev para protestar contra la ley promovida por Zelensky que coloca bajo el control del gobierno a las agencias encargadas de combatir la corrupción. Que en Ucrania es un problema tan antiguo como gigantesco: se remonta a principios de los años noventa y ha visto a todos los favoritos de Occidente - desde Timoshenko hasta Poroshenko y finalmente Zelensky - transformar sus administraciones en organizaciones criminales. Diversas ONG estadounidenses y europeas denunciaban, desde finales de los noventa y con más fuerza entre 2014 y 2021, que la corrupción había alcanzado niveles tales que ya no era posible determinar con certeza jurídica el funcionamiento del sistema-país. La ONU y la UE ubicaban a Ucrania entre los primeros países del mundo en corrupción.

Todo fue olvidado cuando la OTAN inició sus provocaciones contra Rusia, dando lugar a una reacción que era tan previsible como inevitable ante el panorama existente. La decisión de poner bajo control gubernamental a las dos agencias anticorrupción (que ciertamente no han brillado por su vigilancia en estos años) responde principalmente a una disputa interna por el reparto de poder dentro del sistema; lo que indigna, pero ¿frente a la dramática realidad del país es lo prioritario?

En estas movilizaciones surgen algunas anomalías. La propaganda occidental las ha retratado como prueba de la existencia de un tejido democrático en Ucrania y ciertamente reflejan el malestar hacia Zelensky. Pero cabe preguntarse: ¿dónde estaba ese espíritu democrático cuando Zelensky prohibió el uso del idioma ruso (hablado por el 100% de la población, en su mayoría de origen ruso); institucionalizó la discriminación étnica, ilegalizó partidos políticos y sindicatos, cerró emisoras de radio y televisión, e incluso prohibió las actividades religiosas de la iglesia ortodoxa (mayoritaria en el país)? Sin mencionar que es un presidente cuyo mandato expiró hace casi dos años y se niega a convocar elecciones por temor a perder, ocupando el poder de manera ilegítima con el respaldo de una UE que no le exige rendición de cuentas.

Resulta extraño que un pueblo que permaneció pasivo y en silencio ante el uso de su país y su población como arma de la OTAN para obligar a Rusia a una guerra, causando cerca de un millón de muertos, 7 millones de refugiados (4.2 millones solo en Europa) y un país destruido, proteste ahora contra un acto de arrogancia política que, comparado con la destrucción de Ucrania, resulta objetivamente un daño menor. Movilizaciones mucho mayores deberían haber manifestado la intolerabilidad de lo anterior, mucho más grave que una medida legislativa, por desvergonzada y arrogante que sea.

Una segunda observación es que en esas plazas había jóvenes en edad de reclutamiento, que al llegar y al irse corrían el riesgo de ser atrapados por los reclutadores forzosos del ejército ucraniano, que podrían haberlos llevado directamente al alistamiento obligatorio: un alto precio a pagar por protestar contra una ley, por intolerable que sea. A meno de no tener garantías al respecto.

En fin, no se trata de usar una lupa para analizar los detalles, pero hay una desproporción evidente respecto a los temas más dramáticos del caso ucraniano que no puede pasar desapercibida. Zelensky ha cometido una evidente extralimitación al colocar a los supervisores bajo el control del supervisado. Pero incluso queriendo creer en una sensibilidad especial en la lucha contra la corrupción, ¿realmente los ucranianos identifican en la pérdida de independencia de las agencias anticorrupción el único mal que merece salir a las calles? ¿Y se cree de verdad que la independencia formal de estas agencias también es sustancial? ¿Cuándo han denunciado estas agencias con nombres, apellidos, hechos y fechas la corrupción militar y política que ha desviado más del 50% de la ayuda militar occidental hacia el crimen organizado europeo y caucásico, como denuncian los propios EE.UU.?

Estas movilizaciones, que tienen como objeto la defensa de organismos promovidos por EE.UU. (como en todo el mundo, las autoridades anticorrupción son promovidas y gestionadas directamente por Langley que la utiliza para penetrar a la arquitectura financiera de los estados), recuerdan perfectamente las etapas iniciales de los procesos de cambio de régimen denominados "primaveras" y, tanto por su contenido como por su forma, reproducen mecánicamente ese esquema. En resumen, no resultaría nada extraño que hubiera una dirección estadounidense detrás de esas manifestaciones.

Desde hace tiempo en Washington y en Langley se estudian operaciones para remover a Zelensky, y algunos depurados figuran en la lista de posibles reemplazos. Se habla cada vez más abiertamente de la necesidad de implementar un cambio político sustancial que facilite las negociaciones para poner fin a la guerra.

Desde la llegada de Trump a la Casa Blanca, las cosas han ido mal para Zelensky, tratado con total desprecio en Washington. Trump no le perdona no haberle proporcionado pruebas del involucramiento directo de la familia Biden en Ucrania y de los contratos millonarios otorgados a Hunter Biden a cambio de la ayuda estadounidense durante la presidencia de Obama. La expansión de la OTAN hacia el Este y la intención de infligir una derrota militar a Rusia también le parecen a Trump la causa principal de la guerra, y la ve como un error estratégico de enormes costos y sin posibilidad de éxito. 

Trump quiere salir del conflicto, pero sin que parezca una derrota estadounidense. En este sentido, lograr una rendición ucraniana bajo un nuevo gobierno salvaría a Washington de otra vergüenza mediática, como la retirada apresurada y poco honorable de Kabul. Por eso abandona a Ucrania en manos (y pies) de una UE belicista e impotente, que podrá continuar la guerra un par de meses más, pero que tendrá que cargar con la derrota definitiva.

De hecho, Estados Unidos sabe que no puede permitirse, ni económica ni militarmente, seguir apoyando a Zelensky. Su doctrina militar no contempla la gestión simultánea de dos conflictos de medio y largo plazo y la situación en Medio Oriente tiene absoluta prioridad sobre la ucraniana, más aún en el área del Indo-Pacífico, verdadero Big Bang del dominio estadounidense en el mundo.

Son conscientes de dos cosas: la primera, que en Ucrania se ha consumado una nueva derrota de la OTAN. Una derrota aún más dolorosa por haberse producido ante su peor pesadilla: Moscú, su poderío militar, su resiliencia y dinamismo económico, su red de alianzas y su capacidad para obtener la solidaridad de todo el bloque de los BRICS.

Sobre todo, queda claro que el avance de la OTAN hacia Asia es un tema cerrado de una vez por todas y haber sumado a Suecia y Finlandia (que ya colaboraban con la OTAN) a su Alianza es un consuelo mínimo frente a una derrota política y militar de dimensiones históricas.

Para Trump, entonces, se trata de sacar a Ucrania de su agenda política. Lo que podía obtener retirándose ya lo ha conseguido con el acuerdo sobre las tierras raras ucranianas. No puede obtener más, por lo que intenta dejar de gastar y evitar cargar con la imagen de la derrota. La oposición de Zelensky a la paz, respaldado por la UE, lo ha irritado, y si dice querer apoyar a Ucrania es precisamente para poder deshacerse de Zelensky sin tener que asumir la responsabilidad de la derrota. Pero un personaje detestado por los enemigos y cuestionado por los amigos no favorece el intento de EE.UU. de salir de Ucrania minimizando los daños.

Cabe decir que Zelensky es ya un personaje desgastado, carente del aura de resistente y claramente en el papel de Dead Man Walking. Es evidente que el fin de la guerra para Moscú coincide con la salida de Zelensky y de la cúpula militar y de los servicios de inteligencia del gobierno de Kiev, y Trump pretende facilitar la concreción de estas condiciones previas impuestas por Putin.

Por supuesto, el reconocimiento de una derrota no significa renunciar a golpear a Rusia mediante el desencadenamiento de guerras y conflictos de diversa índole en sus fronteras, dentro de su órbita geopolítica. Moldavia es el nuevo país en el que la OTAN apuesta para una próxima guerra, tal vez provocada con un ataque a Transnistria que sin duda provocaría una reacción de Moscú. La idea, en resumen, no es derrotar a Moscú que no está a su alcance, sino mantener a Rusia en un estado de guerra permanente que limite su crecimiento económico y pueda minar el consenso hacia Putin. Una Rusia en guerra permanente sufriría económicamente, perdería parte de su margen de acción política internacional, y un nuevo conflicto en sus fronteras es considerado por EE.UU. útil para limitar la presencia fuerte del Kremlin en Libia y el resto de África.

Una estrategia más estúpida que ambiciosa, ya que las condiciones militares no están al alcance de Washington y tampoco es seguro que la paciencia rusa sea infinita, especialmente frente al Cuarto Reich instalado en Berlín y sus satélites bálticos. Golpear a Rusia para debilitar su alianza estratégica con China sigue siendo el mantra de Occidente, pero corre el riesgo de acumular derrota tras derrota y terminar en un callejón sin salida, donde el eco de su creciente irrelevancia se convierta en una costumbre tan ruidosa como devastadora.

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