La historia mundial tiene días que se escriben con dolor y silencio. El 6 y el 9 de agosto no son dos fechas cualquiera: son las jornadas en que el ser humano vio su peor rostro reflejado en el hongo nuclear que devoró a Hiroshima y Nagasaki en 1945. Hoy es 8 de agosto, y el mundo se encuentra entre esos dos horrores, como en un abismo suspendido entre la muerte ya consumada y la muerte por venir. Estados Unidos lanzó la primera bomba atómica el 6 de agosto sobre Hiroshima, y tres días después, sin pausa, dejó caer otra sobre Nagasaki. Dos actos deliberados, pensados con frialdad, ejecutados con precisión quirúrgica, y hasta hoy justificados con cinismo.
No hay cálculo militar que pueda justificar la aniquilación de civiles desarmados.
En Hiroshima, entre 70,000 y 80,000 personas murieron de inmediato, calcinadas, desintegradas o sepultadas bajo los escombros. En Nagasaki, otras 40,000 a 75,000 vidas fueron apagadas en un suspiro. Pero las cifras no alcanzan para entender el horror: eran niños, madres, ancianos, personas comunes. Muchos no murieron ese día, sino años después, devorados lentamente por la radiación, el cáncer, la vergüenza del mundo que los olvidó.
No fueron actos de desesperación ni decisiones impulsivas. Fueron acciones planificadas con total conciencia de sus consecuencias, autorizadas desde el más alto nivel de poder. El genocida que en ese entonces actuaba como "Presidente" del imperio, Harry S. Truman ordenó ambas bombas como una forma de “acelerar el final de la guerra”, pero los documentos desclasificados décadas después demuestran que Japón ya estaba buscando rendirse.
El mensaje no era solamente para Japón, era sobre todo para la Unión Soviética. Era el inicio de la Guerra Fría, y el imperio necesitaba mostrar su supremacía. Hiroshima y Nagasaki fueron elegidas como escenario para exhibir poder, experimentar con muerte y marcar territorio.
Y aún así, 80 años después, hay quien defiende aquello como un “mal necesario”. Esa lógica brutal la de sacrificar inocentes para mantener hegemonías, sigue vigente hoy en día.
Cambian los escenarios, pero el guión imperial es el mismo. En vez de Hiroshima y Nagasaki, hoy vemos a Gaza, convertida en un campo de prueba geopolítico, donde las potencias juegan a decidir quién vive y quién muere. A veces con bombas, a veces con hambre, pero siempre con impunidad.
Estados Unidos jamás pidió perdón. Ha pasado casi un siglo y ningún Presidente estadounidense se ha arrodillado ante los sobrevivientes ni ha reconocido oficialmente la atrocidad. Mientras tanto, las víctimas de la radiación siguen naciendo. Las generaciones siguientes arrastran mutaciones, enfermedades, estigmas. Las ciudades fueron reconstruidas, pero el alma colectiva de Japón quedó marcada para siempre. ¿Cómo se sana un crimen que ni siquiera ha sido reconocido como tal?
Este no es un artículo de historia; es un llamado moral a no olvidar. Cada año, cuando llega agosto, el mundo debería detenerse, guardar silencio y mirar de frente el abismo que abrió la era atómica. No es un simple recuerdo. Es una verdad que duele y que sigue doliendo. Olvidar Hiroshima y Nagasaki es permitir que vuelva a ocurrir. Y los signos de este tiempo son alarmantes: el rearme nuclear impulsado por Estados Unidos y sus aliados europeos, las provocaciones fabricadas desde la OTAN, y los discursos belicistas que siguen poniendo al mundo entero en riesgo.
Solidarizarnos con Hiroshima y Nagasaki no es una formalidad ni una costumbre de calendario. Es una forma clara de decir de qué lado estamos. Es rechazar sin matices la arrogancia de los imperios, es tomar partido por los pueblos, es denunciar lo que hicieron y lo que siguen haciendo. Es alzar la voz frente a quienes creen que pueden decidir sobre la vida de millones con un botón rojo o una orden.
No se trata solo de recordar la muerte, sino de pelear por la vida. La vida con dignidad, sin amenazas atómicas, sin chantajes militares, sin imperios decidiendo el destino de las naciones. Hiroshima y Nagasaki no son pasado: son una advertencia viva. Y entre el 6 y el 9 de agosto, cada año, el mundo tiene una nueva oportunidad de aprender la lección.
No repetirla es la única forma de honrarla.
Harry S. Truman el genocida de turno en ese entonces de La Casa Blanca, murió en 1972, viejo, enfermo y solo, creyendo que había vencido. Pero no murió en paz. Murió con la sangre de Hiroshima y Nagasaki en las manos, y con el juicio de la historia esperándolo del otro lado. Hoy, en alguna oscura sala del infierno, ese genocida imperial se retuerce entre las llamas que él mismo desató. Ninguna medalla, ningún monumento, ningún archivo puede absolverlo. Fue y será recordado como el hombre que creyó tener derecho a borrar ciudades enteras.