La cita está prevista para el 15 de agosto en Alaska y será la primera del segundo mandato de Trump en la Casa Blanca. El hecho de que se produzca un encuentro ya es de por sí positivo: cuando las dos superpotencias nucleares dialogan, el mundo entero respira mejor. Pero no está en absoluto dicho que sea resolutivo: la agenda es bastante densa y, aunque Ucrania sea el punto de mayor interés político y mediático, otras cuestiones - la anulación sustancial de todos los acuerdos sobre misiles balísticos de corto y medio alcance, el acuerdo entre Armenia, Azerbaiyán y Turquía sobre el corredor de Zangezur, la salida del acuerdo 5+1 sobre el fin de las sanciones a Irán, Groenlandia, el traslado de misiles estadounidenses a Alemania, la nueva base de la OTAN en Rumanía, las provocaciones de Moldavia y mucho más - formarán parte de la reanudación de la negociación directa entre Estados Unidos y Rusia.

Pero, por sí sola, Ucrania representa el punto central de la conversación. No tanto porque la falta de cese de la guerra haya dejado en mala posición al presidente estadounidense, que había asegurado poder ponerle fin en una semana, sino porque fue por voluntad de Estados Unidos que la guerra comenzó y solo por voluntad de Estados Unidos puede terminar. Solo que Trump, aunque tiene claro que EE. UU. ya no puede permitirse económicamente seguir apoyando a Kiev - y mucho menos en una guerra ya perdida - no quiere aparecer como el presidente que firma la rendición. Aun señalando a Biden y a sus intereses privados y políticos como origen de la guerra, tampoco quiere aparecer como el protagonista de una capitulación, otra más después de Kabul.

Por eso, visto desde la perspectiva de Trump, le conviene que el acuerdo para un alto el fuego en Ucrania llegue, pero que esté asociado a otros acuerdos en el terreno militar y político, de modo que pueda ofrecer una imagen de éxito en una negociación global que restablezca una correcta relación entre las dos mayores potencias del planeta. Luego será el turno de China, donde la esperanza del magnate de alejar a Moscú de Pekín está destinada a estrellarse contra el muro de la realidad.

Muchos se preguntan si Zelensky será invitado a la reunión, pero es difícil que eso ocurra: si sucediera, significaría que en dos horas de conversaciones Ucrania ya ha entregado armas y equipaje y Zelensky iría solo a firmar la rendición. El histrión ucraniano no deja de hacer el ridículo: mientras pide ayuda a los europeos para conseguir armas, se apela a Trump para que convenza a Putin de un alto el fuego. Rusia sí tiene la disposición de aceptar una suspensión parcial o total de los combates, pero solo bajo las condiciones de poder verificar que ese tiempo no sirva a Kiev para obtener más armas y mercenarios, reorganizar sus filas descompuestas y consolidar sus posiciones. En ausencia de estas condiciones, Moscú no se detendrá.

Ucrania está en condiciones desesperadas y solo el apoyo interesado de la UE mantiene con respiración asistida al gobierno de Zelensky, rechazado internamente por el 69 % de los ciudadanos (encuesta de ayer) y considerado molesto y poco útil por sus propios aliados, empezando por EE. UU., que llevan semanas estudiando la manera de deshacerse de él. La UE necesita que la guerra continúe porque sin ella le cuesta plantear la hipotética amenaza rusa a Europa y la tensión internacional que, en realidad, es ella quien desea. Sin la guerra en Ucrania, la UE no podría llamar a la movilización militar y justificar así los 800 000 millones de euros en gastos militares y la reconversión bélica de su aparato industrial.

En Bruselas no importa cuántos ucranianos tengan que morir aún; más bien se frotan las manos por los negocios vinculados a ello que desaparecerían en caso de que cesaran las hostilidades. Si en Ucrania llegara la paz, la ya fuerte resistencia a la idea de destruir el Estado del bienestar para armar a un continente que ya hoy gasta más en armas que Rusia se volvería insostenible. Por eso la UE nunca ha dado espacio a la diplomacia: quiere que la guerra continúe para llegar a tiempo con su rearme, solo que no tiene ni los medios ni el dinero para sustituir a EE. UU., que parece querer retirarse.

Rusia llega a la cita con una victoria militar en el campo que no admite objeciones: 4 regiones están bajo su control, sumando el 26 % del territorio ucraniano, además del más rico en recursos del suelo y subsuelo. La anunciada victoria de Ucrania, que ha puesto la carne de cañón para el proyecto de la OTAN, se ha revelado como la segunda derrota consecutiva del Pacto Atlántico en 4 años. En este cuadro, con la situación militar tan definida, es Ucrania la que necesita llegar a un cese de la guerra, no Rusia. Esta, por su capacidad de producción bélica y número de soldados disponibles, puede permitirse -aunque no tenga deseo ni intención - prever una duración aún larga del conflicto.

La fuerza de Rusia en el terreno ha desmentido de hecho la tesis militar de EE. UU., que pensaban mantenerla empantanada en el conflicto siguiendo el modelo de lo ocurrido a la Unión Soviética en Afganistán (de donde, sin embargo, salió de forma marcial y no huyendo como lo hicieron los estadounidenses hace 4 años). El ejército ruso constata cada día la progresiva huida del ucraniano y, por tanto, el desgaste, si existe, es todo de Kiev y no de Moscú. Esta última, en cambio, avanza con una media de 500 kilómetros cuadrados al mes y, en lo que respecta a la cuestión político-diplomática, deja claro que lo conquistado no se cederá en la mesa de negociaciones; así que para Kiev cada semana que pasa complica la solución, porque pierde kilómetros cuadrados de terreno irrecuperable.

Obviamente, por parte rusa se trata de una advertencia, no de un ultimátum. El Kremlin es perfectamente consciente de que, en una mesa de negociación, por más ventaja que tenga, algo debe ceder en la búsqueda de un acuerdo. Para Putin, la cuestión sigue siendo la misma que hace 3 años: la detención definitiva de la expansión hacia el Este de la OTAN, la neutralidad de Ucrania - libre de entrar en la UE pero no en la Alianza Atlántica ni en otras siglas inspiradas en ella - la expulsión de los nazis del gobierno de Kiev y la restitución de las garantías para la población rusófona y ortodoxa previstas por los propios ucranianos y occidentales en los Acuerdos de Minsk, nunca cumplidos.

En este sentido, la posición rusa en la negociación puede encontrar un punto razonable de equilibrio con las demandas de mantener en Ucrania los territorios conquistados por los rusos. Si Kiev acepta poner fin a la existencia de unidades nazis en el ejército y de partidos nazis en el Parlamento, si deroga las leyes que permiten la discriminación étnica y da inicio a un proceso democrático en la selección de su clase dirigente, si renuncia por escrito a adherirse a la Alianza y acepta una estructuración militar defensiva y no ofensiva para sus tropas, entonces Moscú podría negociar sobre las regiones conquistadas; al fin y al cabo, a Rusia le bastan 300 km de territorio ucraniano para proteger la región de Moscú de ataques de la OTAN.

La oposición europea a la reanudación de una dinámica negociadora directa entre EE. UU. y Rusia sobre la gobernanza global es conocida, así como la irritación incontrolada por la búsqueda de una solución político-diplomática al conflicto que deja a la UE fuera de la puerta. Ciertamente, Trump sabe que no puede fiarse de Zelensky, y esto podría llevarlo a pedir a Moscú un gesto de distensión que ponga en aprietos a los teóricos de la guerra de Vladivostok a Lisboa. Pero toda tregua, todo acuerdo, es el resultado de un proceso minucioso de análisis de ventajas y desventajas. Porque en todo pacto hay sustancia, detalles y detalles que hacen la sustancia. Y nadie, más que la centenaria diplomacia rusa, conoce la materia.

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