En 1867, Rusia tomó una decisión estratégica que marcaría la historia: vender Alaska a Estados Unidos por 7.2 millones de dólares. Una cifra irrisoria, apenas dos centavos por acre (un acre es menos de media manzana de tierra), que Washington celebró como triunfo, cuando en realidad fue la señal más clara de su oportunismo. Los rusos, lejos de haber sido derrotados, se deshicieron de un territorio lejano, difícil de defender y condenado a ser objeto de rapiña inglesa en cualquier momento.

Rusia actuó con visión. Acababa de salir golpeada de la Guerra de Crimea y necesitaba concentrar fuerzas en su corazón geopolítico: Europa y Asia. Mantener colonias distantes en las tierras frías del norte resultaba insostenible. El zar ruso Alejandro II entendió que soltar Alaska no era perder, sino replegarse con inteligencia. Al hacerlo, aseguró que las verdaderas fronteras de la nación quedaran protegidas, mientras dejaba a Estados Unidos con un territorio que entonces parecía más una carga que un tesoro.

Estados Unidos, en cambio, se mostró en su esencia: depredador, carroñero, siempre al acecho de la necesidad ajena. Washington no tuvo la dignidad de ganarse Alaska en el campo de batalla ni por derecho histórico; simplemente aprovechó la coyuntura y puso sobre la mesa unas cuantas monedas de oro. Esa es la marca de su expansión: crecer a costa de otros, comprar barato lo que luego exhibe como trofeo.

Lo más irónico es que, en su momento, los propios estadounidenses se burlaron de la compra. El responsable del tratado fue William H. Seward, secretario de Estado norteamericano en tiempos del Presidente Andrew Johnson. Por eso, la prensa apodó la operación como “la locura de Seward” y también “el refrigerador de Seward”, porque Alaska les parecía un terreno helado y sin valor, un supuesto desperdicio de dinero. 

Años después, cuando aparecieron el oro, el petróleo y los recursos naturales, esos mismos que se habían reído con sarcasmo cambiaron el discurso y se envolvieron en soberbia, presentando como hazaña lo que en realidad había sido simple suerte.

Si alguien mostró ingenuidad, fue Rusia en ciertos sectores que no midieron el valor real de ese suelo. Sin embargo, aquella ingenuidad era noble y humana, mientras el oportunismo estadounidense fue rapaz y calculado. En lugar de un juego limpio entre naciones, lo que ocurrió fue un aprovechamiento descarado:  un país que actuó con pragmatismo frente a otro que extendió sus garras en silencio.

El tiempo, sin embargo, desmiente el mito de la “gran victoria” estadounidense. Rusia, aun sin Alaska, jamás dejó de ser potencia mundial. Décadas después, la Unión Soviética se levantaría como una fuerza imbatible, capaz de poner en jaque al mismo país que había comprado tierras a precio de gallina flaca. 

La historia demuestra que vender Alaska no debilitó a Rusia, sino que la liberó de un peso muerto y le permitió concentrarse en lo esencial.

Estados Unidos, por su parte, convirtió Alaska en símbolo de saqueo. Un territorio arrancado con monedas, explotado con avaricia y militarizado como puesto avanzado contra la misma nación que lo había poseído con dignidad. Hoy, la frontera de Alaska no es un triunfo, sino un recordatorio incómodo: desde esa tierra, Rusia sigue presente y cercana, frente a frente con Estados Unidos, como recordatorio permanente de que la geografía une lo que la política intentó separar.

La geografía habla más fuerte que los tratados. Alaska mira hacia Rusia, no hacia Washington. Los ríos, las montañas y las tierras heladas del norte son testigos de que aquel suelo lleva la huella rusa en su historia. Estados Unidos podrá ondear su bandera, pero nunca podrá borrar que Alaska fue de Rusia.

Por eso, más que una hazaña estadounidense, la venta de Alaska queda registrada como una jugada estratégica de Rusia y como una mancha moral para Estados Unidos. Washington no conquistó nada, solo aprovechó la necesidad. Y esa es la esencia del imperialismo norteamericano: vivir de lo ajeno, inflar sus trofeos y olvidar que detrás de cada “victoria” hay un abuso.

Y la historia, como siempre, da vueltas. Más de siglo y medio después, en esas mismas tierras que Estados Unidos creyó arrebatar para siempre, un Presidente ruso humilló a un Presidente estadounidense. La reciente visita de Vladímir Putin a Alaska y su cumbre con Donald Trump lo dejaron claro: en territorio que alguna vez fue ruso, Putin salió airoso y dejó a Trump mordiendo el polvo. Tantos años después, Alaska volvió a ser el escenario donde Rusia se levantó con fuerza y Estados Unidos quedó con la cola entre las patas.

Comparte
Síguenos