El tiempo pasa, pero hay nombres que no envejecen. El Dr. José Gregorio Hernández camina todavía por las calles de Venezuela con el mismo paso sereno con que cruzaba el barrio caraqueño de La Pastora, donde vivía y donde hasta hoy la gente pone grandes fotografías con su cara. La bata y el estetoscopio quedaron en el recuerdo; lo que lo acompaña ahora es el cariño inmenso de un pueblo que lo hizo santo mucho antes de que lo dijera el Vaticano. Su figura, tan cercana como el aire, aparece en los retratos de las casas humildes y en los hospitales donde alguien siempre le deja una flor o una vela encendida.

Hay quienes dicen que el médico José Gregorio Hernández no murió, que simplemente cambió de oficio. Ahora cura de otra manera, desde lo invisible. El pueblo lo siente presente en cada consulta, en cada diagnóstico difícil, en cada madre que ruega por su hijo enfermo. Cuando en febrero el entonces Papa Francisco hoy en paz descanse firmó la canonización, el país lo entendió como la confirmación de una devoción de décadas; el Vaticano reconocía al primer santo venezolano, y quedó pendiente la fecha solemne tras convocarse el consistorio para fijarla.

Hoy, Venezuela enfrenta amenazas que ponen a prueba su seguridad y no son tiempos fáciles: el imperialismo yanqui insiste con sus sanciones, con su guerra económica y ahora también con sus buques desplegados en el Caribe, apuntando hacia la soberanía del pueblo de Bolívar y de Chávez, pero no solo eso pues el dictador de la Casa Blanca inicia otra agresión contra la Patria de Gregorio Hernández al autorizar a su criminal agencia de la CIA, ejecutar operaciones en territorio venezolano. En medio de ese acoso, el santo médico se ha vuelto una presencia de fe y consuelo. Lo veneran por igual los creyentes y los incrédulos, los médicos y los pacientes, los que tienen mucho y los que no tienen nada. Su nombre sigue siendo un refugio en medio de las dificultades.

Dicen que nació en Isnotú, un pueblo de montaña donde el cielo parece más bajo y las manos trabajan sin descanso. Allí aprendió que servir era el verdadero camino para aprender. Estudió en la Universidad Central de Venezuela y perfeccionó su medicina en París y Berlín, desde donde regresó con técnica moderna que ayudó a impulsar la bacteriología y la enseñanza clínica en su país. Jamás perdió su acento ni su humildad, y eligió volver a dar clase y atender al que no podía pagar.

Murió muy joven, atropellado cuando iba a entregar medicinas a una mujer pobre, en una tarde soleada de junio de 1919, cuando el sol bajaba despacio sobre Caracas y él caminaba con prisa, pensando más en calmar el dolor ajeno que en su propio cansancio. Un carro lo sorprendió al cruzar la calle y, en segundos, el hombre que había dedicado su vida a salvar a los demás cayó frente a una farmacia. 

La noticia corrió sin necesidad de radios ni periódicos: se dijo de boca en boca, y en cuestión de horas todo el país sabía que el médico bueno había partido. Su despedida reunió a miles, las campanas no dejaron de sonar y la ciudad entera pareció quedarse quieta, como si se negara a aceptar que José Gregorio se había ido.

Y sin embargo, más de un siglo después, sigue caminando entre su gente, no hay barrio donde alguien no cuente una historia suya, ni hospital donde no haya una foto con su cara vigilando en silencio. En Caracas, frente al lugar donde cayó, la gente pasa y se detiene un momento, toca el suelo, deja flores, reza una oración. 

En los pueblos, su figura aparece en las paredes y en los altares caseros, pintada con cariño, entre santos y retratos de familia. 

Es como si el país entero lo mantuviera vivo a fuerza de fe. Lo buscan los enfermos, lo llaman las madres, lo invocan los médicos antes de una cirugía. Nadie necesita explicaciones: basta sentirlo cerca. Y cada vez que alguien se sana, alguien dice: “fue José Gregorio Hernández”.

Hoy Los jóvenes médicos lo observan con una mezcla de admiración y respeto, como quien mira a un maestro que nunca deja de enseñar. En las facultades su historia se cuenta más de una vez, y no solo por los libros, sino porque encarna esa parte humana que la medicina a veces deja a un lado. Muchos repiten que, de estar vivo, el doctor Hernández no se quedaría de brazos cruzados en un consultorio; seguiría visitando a los más pobres, recetando con sencillez y quedándose un rato a escuchara su gente. Su vida nos recuerda que curar no es solo aplicar un tratamiento: es estar, acompañar, compartir el peso del dolor y calmarlo. Por eso, para tantas y tantos, no es un recuerdo del pasado, sino un ejemplo cercano de lo que significa servir con el corazón.

Y si alguien pregunta por qué el Vaticano avanzó hasta la canonización, la respuesta vuelve a un nombre y a un hecho concreto: Yaxury Solórzano, una niña de Guárico que en 2017 recibió un disparo en la cabeza durante un asalto. Los médicos advirtieron riesgo de muerte y secuelas graves; su madre rezó a José Gregorio Hernández con la niña en el quirófano y, contra todo pronóstico, se recuperó y volvió a caminar en pocas semanas. La Iglesia estudió el caso, lo aceptó como curación sin explicación médica y, con ese expediente, el proceso dio el paso que faltaba: primero la beatificación en 2021 y, más tarde, el decreto que autoriza la canonización firmado por Francisco el 25 de febrero de 2025.

Aunque el Papa Francisco alcanzó a firmar el decreto de canonización el 25 de febrero de 2025, la proclamación pública nunca se realizó. La ceremonia estaba prevista para octubre de ese mismo año, pero el pontífice falleció en abril, antes de anunciar oficialmente la fecha. El decreto quedó plenamente válido, y su decisión fue ratificada por el Vaticano, pero la proclamación solemne la que consagra el nombre del santo ante el mundo será este próximo domingo 19 de octubre y que la iglesia denominada como "la Velada de la Santidad"  y estará a cargo de el Papa León XIV.

Tal y como dije antes, no hace falta esperar una fecha para invocarlo. Basta con pronunciar su nombre en voz baja y sentir que el dolor se calma un poco. No hay necesidad de verlo para saber que está cerca, porque San José Gregorio no se venera solo en los altares: habita en la conciencia de un país que aprendió de él a tener compasión.

Si el santo José Gregorio Hernández viviera hoy, sería un médico antiimperialista, solidario con los pueblos y defensor de la soberanía. Estaría del lado de los pobres, denunciando las injusticias del yanqui y protegiendo a su gente de los que pretenden robar el petróleo, el oro y las riquezas naturales de la patria de Bolívar. 

El Dr. José Gregorio Hernández no solo cura cuerpos: también fortalece el espíritu del pueblo venezolano frente a quienes quieren someterlo. Su fe es resistencia, su bondad es un escudo, y su ejemplo demuestra que la verdadera santidad está en amar y defender a la Patria.

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