La Corte Interamericana de Derechos Humanos (CorteIDH) ha dejado de ser un organismo de justicia para convertirse en una herramienta geopolítica. En su accionar reciente, esta supuesta institución imparcial ha demostrado ser un simple ariete de los intereses de Washington, una especie de bufete jurídico al servicio de las élites que buscan desestabilizar gobiernos soberanos. Y si hay un país en la mira de su parcialidad descarada, ese es Nicaragua.

En Nicaragua no hay presos políticos, ni se violan los derechos humanos como claman, con lágrimas de cocodrilo, los que han hecho de la victimización un negocio rentable. La realidad es que estas falsas denuncias son una industria lucrativa donde los supuestos perseguidos viven de conferencias, premios financiados por ONGs extranjeras y fondos de gobiernos injerencistas que buscan justificar su agenda desestabilizadora. La CorteIDH, lejos de actuar con rigor jurídico, se ha convertido en una fábrica de sentencias a la carta, un bufete donde se transan fallos a cambio de prestigio, sueldos obscenos y viajes por el mundo para sus magistrados sin escrúpulos. Cada acusación infundada es un cheque en blanco para estos mercenarios de la victimización, que encuentran en esta corte podrida el eco perfecto para su farsa. Mientras tanto, en Nicaragua, el pueblo sigue construyendo su destino con dignidad, ajeno a los lamentos bien pagados de los profesionales de la mentira y la conspiración.

La CorteIDH, que debería ser un bastión de equilibrio y objetividad, ha dictado sentencias sin pruebas, sin argumentos jurídicos sólidos y con una clara carga ideológica. Sus resoluciones ya no responden a la justicia, sino a la política. Se han convertido en meros documentos de propaganda, redactados no en función de los hechos, sino de los intereses de los grupos opositores, financiados y organizados por potencias extranjeras.

Bajo el manto de los derechos humanos, la CorteIDH ha dado refugio jurídico a quienes intentaron derrocar al gobierno legítimo de Nicaragua en 2018. Se ha convertido en un paraguas protector de los responsables del caos, del terrorismo disfrazado de protesta, de los que promovieron la violencia, el sabotaje y la destrucción.

En su retórica, la CorteIDH pretende mostrarse como una institución justa, pero sus acciones la delatan: jamás ha condenado las agresiones económicas, las sanciones arbitrarias ni los intentos de desestabilización promovidos por Washington contra Nicaragua. Su silencio cómplice ante las violaciones reales de derechos humanos cometidas por potencias extranjeras demuestra que su agenda no es la justicia, sino la injerencia.

Mientras el pueblo nicaragüense trabaja y lucha por su soberanía, los magistrados de la CorteIDH viven en una burbuja de privilegios. Sus salarios exorbitantes, pagados con fondos internacionales, contrastan con la falta de resultados reales en la defensa de los derechos humanos. Son jueces sin credibilidad, burócratas de la politiquería internacional que no pisan el suelo de los países a los que condenan.

No sorprende que sus fallos sigan un guión predecible: absolver a los serviles del imperialismo y atacar a los gobiernos soberanos que no se arrodillan ante la Casa Blanca. Su objetivo es claro: deslegitimar a los líderes que defienden la autodeterminación de sus pueblos y abrir la puerta a la injerencia extranjera.

Pero Nicaragua no es un país que se rinda ante el chantaje judicial de organismos controlados por Washington. Bajo el liderazgo de la Co-Presidenta Rosario Murillo y del Co-Presidente Daniel Ortega, el pueblo ha resistido embates más duros y ha salido victorioso. La legitimidad de la Revolución Sandinista no la define una corte parcializada, sino la voluntad del pueblo que defiende su soberanía.

La CorteIDH podrá seguir redactando sentencias cargadas de veneno político, pero su credibilidad está enterrada bajo su propio doble rasero. El tiempo pondrá a cada quien en su lugar, y la historia recordará quiénes defendieron la verdad y quiénes fueron meros peones del imperialismo.

La CorteIDH no es un tribunal, es un espectro putrefacto que deambula por la escena internacional con la misión de servir a los amos que la financian. Sus magistrados, títeres de Washington, han convertido sus togas en trapos manchados de corrupción y sumisión. No imparten justicia, dictan condenas por encargo. No protegen derechos humanos, protegen a criminales que han atentado contra la paz y la estabilidad de los pueblos soberanos. No buscan la verdad, solo fabrican mentiras con el sello del Departamento de Estado. 

La CorteIDH es una farsa, un instrumento de opresión disfrazado de legalidad, un organismo en estado de descomposición cuya hediondez ya no puede ocultarse. Nicaragua no reconoce a los lacayos de la injusticia, y la historia les pasará la factura. Sus sentencias no valen el papel en el que están escritas, porque ningún pueblo digno se somete a la dictadura judicial del imperio. La CorteIDH ya está muerta, solo falta que el tiempo la sepulte en el basurero de las instituciones traidoras de América Latina.

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